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Un incierto destino

Historias de Iriarte

Cuentos de Oscar Marzol

Andaba solo. La luna estampaba su luz sobre las desvencijadas chapas y él alcanzó a divisar su brillo.  Ya estaba relativamente cerca, con un cansancio excesivo. Esa noche, como nunca, el alma le pesaba más que el cuerpo. Su mente había sido sometida a repetidas preguntas sin respuestas, los por qué de los destinos,  las angustias de las sinrazones,  la negación de los consejos,  la elección de alternativas, la búsqueda de la felicidad malentendida o al fracaso del sufrimiento sin retorno. Quizás era demasiado grande el poncho de la vida para tapar un cuerpo tan chico.

Era enero del 56. El calor sofocante invitaba a aprovechar la noche para desplazarse.  Grillos, sí, a montones para el encanto de un oído acostumbrado a pocas palabras. Luciérnagas, también, para el regocijo de ojos con paisajes repetidos.

Distinguió el perfil de los eucaliptos de la entrada, la hacienda amontonada sobre los alambrados, los carros al costado del camino, la manga, el molino y el tanque de seis chapas, un tordillo en la bebida, el precario palomar de tarros sobre los paraísos, el resto de un carcomido cuero sobre el travesaño entre dos horquetas y una vieja rastra de púas parada sobre el horcón del tinglado.

De pie frente a la “Estancia Chica”, entornó los ojos, disfrutó de esa mezcla de olor a corral y madrugada, el grito centinela de un tero y el balido lejano de un ternero. Sacudió levemente la cabeza, cruzó la puerta y sin demasiadas pretensiones se tiró sobre una cama, pensando en el mañana.

 A las siete y cuarto pegó un salto y mientras se calzaba sus bombachas y las botas que le regalaron para su cumpleaños, pidió a gritos a doña Encarnación el desayuno para la peonada. Mate cocido con leche y galletas de ayer para todos –incluso él– así nomás, de parado, para no perder demasiado tiempo. Cinco minutos después enfilaron para el galpón, algunos ensillaron un caballo y otros salieron caminando para los corrales, siguiendo sus acelerados pasos.

-Linda mañana, pero va a apretar el sol, dijo sin darse vuelta y acomodándose el pañuelo al cuello.

-Guillermo, revisá bien las bebidas porque la hacienda va a llegar con sed.

-Carlitos, sacá las trabas de la manga y fijate si el toril está abierto.  No me dejes ningún perro cerca, porque no quiero calentarme….

-Horacio, en la guantera del Ford tengo una libreta de tapas coloradas, los anteojos negros y una lapicera con capuchón plateado… ¡Traémelos, por favor!

-Gringo, salile al cruce a los negros de a caballo y gritales que traigan la hacienda al tranco, para que no se agite…

-Bonadeo, vamos a bañar contra la sarna y algunos animales cuando vean la fosa con agua se van a frenar. Cazá la picana que está en el galponcito cerca de la manga y cuando se frenen le aplicás un toquecito suave sobre las costillas. Suave …¿me entendiste?

-Don Cirilo, sin decir ni mu, vaya prendiendo fuego en el monte de los acacios, para hacer un asado, no un incendio; saque la parrilla grande del galpón de los recados y pídale la carne a doña Encarnación. Dígale que los esperamos -también a mi mujer-, a eso de la una.  Que no quede crudo, ni pasado.

Así, ordenada que estaban las tareas, pensó en esta gran familia suya. Que la vida en el campo acortaba la brecha entre los que más y los que menos porque permitía ver mejor las virtudes y las miserias humanas; porque se sentaban en el mismo tronco, se tomaba de la misma damajuana, se transpiraba de la misma forma, se apreciaba el cansancio del uno y del otro y por momentos y sobre todo, la mirada se perdía en el horizonte en busca de ilusiones ( no importa cuáles ) o de recuerdos ( tampoco iguales), hasta que el chiste, la anécdota o el cuento disparaba la sonrisa. De todas maneras él estaba encantado de ser el patrón.

Terminado el almuerzo, mandó a buscar una botella de ginebra y un mazo de cartas que tenía en el Ford y dijo: –“Vamos a disfrutar de esta hermosa tarde, como si nos fuéramos a morir mañana. Cirilo, vaya, abra los corrales para que la hacienda se vuelva al campo y anótese en este truco, siga chupando, duerma la siesta sobre el recado, cante, baile, váyase a su casa, juegue con el perro, escuche las calandrias o mire detenidamente el cielo…  Cuando se acerque la noche, dispondremos qué haremos mañana.

Estaban más que sorprendidos. Algunos comentarios leves, cargaditas, un cuento y un “falta envido” mientras la damajuana daba vueltas y vueltas sin control, en brindis interminables.

Todos estaban excesivamente alegres. El notó que sólo Julián, el menor del grupo,  se miraba para adentro. Comprendió que en algo se parecían y por eso prefirió no preguntarle nada.

La tarde se fue muriendo en el ocaso, todos se dispersaron de a poco, y él, junto a Juanita, se sentó en la galería y habló sobre sus sueños. 

La boca reseca lo despertó. Miró a su alrededor y vio que la casa no tenía puertas ni ventanas y su cama había sido el piso de lo que fue el antiguo tambo de los Alessio. Hoy era una ingrata “tapera”, ya sin vida. Dionisio Arturi fue simplemente uno de los últimos “crotos” que circulaban por la provincia de Buenos Aires. Cuando joven, de peón, se había enamorado perdidamente de Juana Oyuela, la hija menor del patrón de la estancia “Los Querandíes”. Ella murió en sus brazos, víctima de una “mala enfermedad” como se decía entonces y él no pudo reponerse.

Aquella noche del 56, veinte años más tarde, llegaba con ella en su alma y su propio mundo a la solitaria tapera. Se permitió soñar con una vida distinta y amaneció con una leve sonrisa en el rostro.

Se dirigió al molino, enjuagó su cara, tomó tragos y tragos de agua fresca, se cargó la mochila al hombro, miró por última vez su “estancia chica” y con paso lento, se alejó con rumbo desconocido y un incierto destino.

Oscar Marzol (2014)

La ficción es un género literario, vasto y complejo, donde se articulan motivos, impulsos y hasta delirios para que las fantasías busquen realidad.

En este cuento el autor – Oscar Marzol – , se interna en ese laberinto, con un inteligente uso de tiempos pasados y descripciones, que pautan el incierto destino de un sufrido hombre que por  dolorosas razones, “fue uno de los últimos crotos”.

Este apelativo fue popularmente distorsionado hasta  el de personaje menesteroso, pobre y sin hogar. Fue un argentinismo, que la gente impuso a raíz de un  Decreto de 1920, del Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, don José Camilo Crotto, que  permitía a los peones rurales o “golondrinas”, viajar gratis en los vagones vacíos de los trenes cargueros, para trasladarse a buscar trabajo transitorio en el campo.

En un principio se los llamó “los hombres de Crotto, y luego simplemente «crotos».

El tiempo de la narración, fue de sentimientos instintivos, de metejones potros, y pudo ser entonces, Dionisio Arturi, uno de los tantos hombres que extraviaron el destino, ante un pesar insuperable… y  esta ficción bien podría no serlo, para ocupar un espacio entre las crónicas testimoniales de época, en un pago criollo como  Iriarte.

Escucha el audio de este cuento:

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