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Placentero Gómez

Historias de Iriarte

Cuentos de Oscar Marzol

Era, si se quiere el nombre “artístico” de Estanislao Gómez, quizá porque su nombre de pila resultaba difícil de recordar pero seguramente se debió más a su carácter complaciente y feliz bajo cualquier circunstancia que le tocara vivir.  Al menos en apariencia, el hombre siempre estaba contento y dispuesto a lo que se viniera.

Su ocupación en este mundo era ciertamente indefinida pero versátil a cualquier necesidad del solicitante.  Ordeñaba si se necesitaba leche fresca; podaba si el objetivo era un rejuvenecimiento forestal; pintaba cuando la belleza se hacía indispensable; asaba si así lo requería algún festejo; cebaba mate para sentirse útil y se movía cuantas veces fueran necesarias, en busca de una herramienta, cable, manguera, utensilio que le pidieran. Eso sí, a todo le ponía mucha gana pero poco tiempo. En otras palabras realizaba un trabajo intenso pero jamás extendido en las horas.

Su mundo se detenía en una precaria casita a las orillas del pueblo, en medio de la pampa;  su vestuario eran unas pocas pilchas de trabajo y un uniforme para las salidas – porque le gustaba el baile – compuesto de unos mocasines claros, un oscuro pantalón indefinido, la camisa multicolor de manga corta tatuada en flores sobre un fondo azul-celeste y la camperita de tela de avión para cortar el aire de la madrugada; su vehículo era esa bicicleta medio descangayada que remataba con una linterna para marcarle el camino.

Su gran destino fue la vida social. No era tonto y logró que lo conozcan y lo respeten todos.  Siempre … en el centro de la escena. Cantaba – mal, pero cantaba – ; contaba chistes – malos, pero los convertía en excelentes – ; hacía ruido con el bombo.  Y sumaba a todo eso una verdadera pasión, su vocación artística ancestral, el delirio de su alma, era el baile.  ¿Qué bailaba…? .  ¡Qué no bailaba…!

El 22 de febrero de 1975 cumplía sus cuarenta años.  En Iriarte no era posible encontrar un malandra dispuesto a todo,  en realidad era fácil encontrar toda una cofradía de ellos. Y fueron los que se comedieron a organizarle el más elaborado cumpleaños. ¿ qué se le regala a un tipo tan especial ? Pensaron – una vez pensaron bien – que a… alguien de tan escaso mundo material sólo era posible regalarle ¡alegría!

De manera que a eso se lanzaron; ese día sábado comenzaban los bailes de carnaval en San Gregorio, el pueblo vecino.  El intendente nuevo quería dar la nota y habilitó el camping municipal para organizar una cena-baile-show, a toda orquesta. Un tinglado de treinta por veinte, con piso de mosaicos negros, blancos y amarillos, sería la pista central.  A su alrededor mesitas de madera y chapa, con sillas reclutadas de varios clubes, diseminadas entre los árboles.  El escenario … con unas precarias escaleras laterales para que subieran el señor Intendente a dar por iniciado oficialmente el carnaval, los músicos, las señoras colaboradoras con alguna torta para rifar, los bailarines premiados, … bellezas zonales para desfilar, en fin, cuantos tuvieran que subir, siempre con el debido cuidado.

En cada una de las veinte columnas de hierro reticulado sobre las que descansaba el tinglado había bocinas gigantes de chapa que repartían el sonido de manera uniforme.

La entrada, una tranquera de campo abierta de par en par, con tres personas interceptando reclamando la entrada…  A través del alambrado, ahí nomás a escasos metros, otras tres personas con una mesita cada una, una cajita de madera receptora del dinero, entregaban el comprobante … de dos números iguales troquelados por el medio. Uno… era retirado al entrar y el otro era la constancia que no debía perderse porque aseguraba el derecho a participar del sorteo del lechón completo (¡cómo para perderlo, si era equivalente a sacarse un auto!).

A la derecha se alineaban enormes fogones humeantes de chorizos y asado, más allá desfilaban las ensaladas y los postres. En la izquierda saludaban  una multitud de vinos, cervezas, naranjadas, colas, soda y por qué no, un vaso de plástico con hielo de barra cortado a golpes. 

Y, ya lo dijimos, para acercarse a esto era necesario el vale.

Afuera,  un lote amplio, recién desmalezado, hacía de playa de estacionamiento, con la ventaja de no levantar tierra cuando entraban los autos, pero con la enorme desventaja que al revenirse el rocío por la noche, no quedaba calzado seco. Un par de muchachotes, con un trapo sobre los hombros, indicaban la circulación y el lugar exacto del aparcamiento.

Llegó la noche…

El predio lucía como nunca; mucha luz, mucha música, mucha gente, mucho humo, mucha alegría.  Familias enteras, jóvenes, parejas, los solos y chicos, miríadas de ellos abandonados a sus propias aventuras de corchos, tapitas de gaseosas, vasitos de plástico. Para que la fiesta fuera completa, allí estaban los perritos garroneando alguna costilla tirada. 

Olegario “Moncholo” Montiel,  Francisco “Malacara” Sorobeo, Ramón “Cacique” Herrera, Juan “Mandinga” Aparicio, “El Toto” Cincunegui y “Cabecilla” Hernández ya estaban juntos desde el mediodía.

El único que faltaba era Placentero.

Por fin, a  las doce de la noche se completó el cuadro.  Todos vieron cómo una impactante camisa de flores cruzó la entrada con aire triunfal.  Fue el llamado a la acción. Miradas cómplices se cruzaron con sonrisas contenidas, guiños de ojos, giros de sillas y saludos suaves. Mientras, acomodaron al personaje en el centro mirando al escenario.

Todos estaba expectantes, sobre todo porque el Toto ya había transmitido lo del cumpleaños y lo de votar a favor del cumpleañero, bailara como bailara.

Como broche, el Cabecilla tendría una “sorpresa final”.

Al arrancar la cuarta presentación, como se llamaba cuando actuaba la orquesta, el animador propuso que se anoten los posibles interesados para el concurso de baile. Y allí estaba la petisa Oyuela, una primavera en flor. Placentero, ni corto ni perezoso, le “cabeceó” cortésmente; ella cerró los ojos en un acto de timidez propia de la zona y él interpretó que era un gesto de seducción.  Así que se anotaron y empezaron a bailar. Ellos eran la pareja número cuatro, tal como se veía en el enorme cartel prendido a sus espaldas.

Era el momento de las cumbias cadenciosas.  Placentero parecía un barco en tormenta calma.  Se hamacaba con una suavidad que le hacía cerrar los ojos a la petisa. El torbellino de los bailarines, anotados ó no, daba vueltas en círculos … en un solo sentido, de modo tal que era casi imposible girar hacia ambos lados.  La fuerza del impulso… tendía a arrastrar a las parejas hacia la orilla.  Sólo los muy mimosos ó tímidos permanecían al centro.  No era el caso de Placentero, quien quería que su cuatro se viera desde cualquier lugar y se apreciara su aptitud para la danza.  El animador comenzó a pedir especial atención en los participantes. El, como para acompañar la melodía y lograr mayor puntaje, ya tenía cara de “romántico”, hasta que pasó por la mesa de Moncholo.  En una maniobra veloz e imperceptible le bañaron el lomo con naranja.  Miró enojado, pero no encontró respuesta.  Perdió la línea un solo paso, pero estaba compitiendo y debió seguir.  La cumbia…, la ganó fácil.

Y se dio paso al bolero: nuestro personaje tomó fuerte a la petisa por la cintura, le indicó que ella lo tomara con sus dos brazos por el cuello, cerró los ojos y arrancó despacito como para no despertarla.  El ritmo de los giros disminuyó un poco, se bajaron las luces y el cantor comenzó con dos temas de Sinatra : “Algo tonto” y “A mi manera”. La pista respiraba pasión. Entre tema y tema quedó mirando a la mesa del Cacique, que le levantó las cejas en señal de aprobación.  Cuando le dio la espalda, le tiraron un petardo sobre los pies.  Una cosa es narrarlo y otra verlo (zapateaba en una baldosa, como en los dibujos animados…)  Y, lo más gracioso de todo, verle la cara al Cacique, que con una seriedad digna de una memorable actuación le decía “¡cómo puede existir gente tan hija de puta, Placentero!” No se…

Se enojó un poco el cantor y pidió cordura.  La gente con su aplauso votó un empate entre la pareja cuatro y la nueve.

Fueron a un corto descanso.

Con un llamado a la pista por parte del animador, continuó el concurso y buscando un poco más de ruido comenzaron algunos temas variados de origen español.  Malacara y su mujer lo fueron persiguiendo por la pista hasta que quedaron pegados en el mismo momento en que la orquesta terminaba uno de los temas.  Malacara se agachó para atarse los zapatos, pero en una maniobra disimulada, hábil y rápida, pasó un lazo de hilo sobre una de las patas de la mesa de la vieja Villalba – mal llevada, cara de culo, quilombera – y con unos tres metros de extensión se la ató suavemente a una de las piernas de Placentero. Se levantó y le dijo ¡Qué bárbaro viejo, estás con el mejor puntaje; me corro un poquito para darte espacio; vas a ver que ahora viene un pasodoble; tenés que arrancar con tres pasos amplios y tres giros y se los ganás de punta a punta”.  ¡Para qué …!  Cuando después del tercero ó cuarto giro, se tensó la cuerda, la vieja Villalba, con mesa y todo estaba sentada sobre la pista. ¡La puteada que le pegó a Placentero fue escuchada por toda la multitud, que en un arranque de cariño salió en su defensa y entre vítores y aplausos, lo consagró lejos ganador de esta tercera categoría!

Mandinga esperaba en la cuarta cara de la pista, con la botellita de cerveza apoyada en una de las patas de su mesa.  Pero no tenía precisamente cerveza.  El se había encargado de poner dentro de ella casi un cuarto litro de aceite que les había pedido a las señoras gordas de las ensaladas y la completó con agua.  Llegó el turno final para el rock, que definiría la competencia.  No era el fuerte de Placentero porque en los bailes normales no tenía posibilidades ciertas de practicarlo.  Venía bailando dos temas como podía, pero la pareja número nueve estaba siendo alentada fuertemente por la gente, por su prestancia en las vueltas. Desde afuera de la pista le pedían a Placentero que levantara por el aire a la petisa y la pasara entre las piernas.  Se acortaban los tiempos.  Se tocarían los dos últimos temas del concurso, para darle luego rienda suelta a toda la multitud.  Mandinga no pudo soportar tanta presión.  Le pegó una patadita a la botella, que acostadita con el pico hacia la pista, comenzó a derramar su contenido.  Cuando entraron en la zona de influencia, Placentero parecía una jirafa recién nacida porque no podía lograr mantener el equilibrio y la petisa no podía ser menos.  Quien no pudo observar lo sucedido y los vio desde otro ángulo, llegó a la conclusión que no querían poner todo su swing sobre el asador, hasta que llegara el final.  Terminaron en el suelo y la gente, parada, aplaudía a rabiar, acompañando con gritos y silbidos. 

Fue, con su magia personal y la complicidad de sus amigos, el más grande ganador de concursos que se hicieran en aquel predio.  Cada año, en lo sucesivo, él sería convocado para subir al escenario y homenajearlo como correspondía.

Faltaba la actuación del “Cabecilla Hernández”.  Pidió subir al escenario para decir unas palabras.  Con una inusitada  prestancia y seriedad, ante el asombro de todos que nada entendían, agradeció al señor Intendente por tan hermoso evento, le pidió formales disculpas a la señora Villalba, confesó que los desmanes habían sido provocados por una banda de amigos a quienes convocó al escenario y que los mismos habían tenido como destinatario al señor Placentero Gómez, de la localidad de Iriarte y reciente ganador del concurso de baile,  que en esa noche cumplía sus cuarenta años.

La gente se quedó callada.  Placentero subió al escenario.  Se apagaron las luces por completo – en una coartada de “Cabecilla” con gente de la organización y primero con pudor y luego con aplausos, gritos, silbidos, todos le cantaron en una sola voz, el  “¡FELIZ CUMPLEAÑOS …!

Placentero, por primera vez,  lloró de alegría, y la fiesta continuó……. 

Escucha el audio de este cuento:

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Comments (3)

muy bueno!!!!

Qué pena que terminó el cuento!!!! me dieron ganas de seguir en esa fiesta!!! ja ja ja

Lindísima historia. Cosas que se daban antes en los bailes d pueblo, que por desgracia ya casi ni existen.

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