Historias de Iriarte
Cuentos de Oscar Marzol
El médico del pueblo
Doña MarÃa Jara vivÃa en las orillas del pueblo – bueno, en realidad, nuestro pueblo es tan pequeño que casi todos vivÃamos en la orilla, pero para nosotros que nos considerábamos del centro, ella ocupaba aquel lugar – . Su rancho de adobe era bajito, rugoso, deteriorado y con mucho olor a humo; quedaba como quien va para el cementerio.
MarÃa era petisa, petisa y delgada. Y conversadora, muy conversadora.
Su marido, Don Jara, no servÃa para nada. Sólo tomaba y tomaba (¡y no me estoy refiriendo al agua!). A qué se dedicaba ni él lo sabÃa.
Nuestro médico – con tÃtulo – de cabecera, era el doctor Alfredo Urricarriet, del pueblo vecino de Alberdi. Ante una necesidad, habÃa que llamarlo. Era serio, formal y delicado. Y tenÃa carita de médico, manos de médico, hablar de médico y valijita de médico.
Nuestro médico – autóctono – de suplencia, era “la MarÃaâ€. Como dije, era charlatana, informal, rústica, tenÃa carita de mentirosa, manos de labor fuerte, hablar gritón, andaba sin valijita y era la más famosa curadora de la zona.
Una de aquellos dÃas de mis once años me encontró afectado por una indisposición estomacal que allÃ… y por aquel entonces se llamaba “empachoâ€; enterado de la emergencia mi gran amigo Tito Mateljan me llevó pedaleando a contramano de los rayos del sol de la tarde.
Debo aclarar que por aquél entonces yo ya estaba cursando mis últimos grados del primario, en el colegio San Francisco, de Aarón Castellanos y por supuesto, “abrevaba allà el contenido santificante de la religión católica, con las reglas del cuidado de la palabra, los gestos, el estudio del catecismo, la misa diaria y el sacrosanto respeto y devoción en el momento de persignarse en el nombre del Padre, del Hijo y del EspÃritu Santoâ€.
Cuando llegamos, la MarÃa estaba en la puerta…
Estacionamos el vehÃculo y Tito, que tenÃa con ella un poco más de confianza, le solicitó la intervención del caso. MarÃa tomó en sus manos un viejo centÃmetro de hule amarillo, me dijo apretá este extremo sobre tu panza, retrocedió dos pasitos y sosteniendo el otro extremo con una mano apoyó su delicado codo sobre la cinta y se persignó por primera vez.
Con ese mecanismo tan elaborado medÃa el alcance de la afección. Era un avance sucesivo colocando el codo nuevamente en el lugar donde habÃa llegado el extremo de los dedos de esa misma mano y se persignaba al cabo de cada medición. De acuerdo a la distancia final entre la punta de los dedos y el estómago del paciente, dictaminaba “empacho o noâ€, y en caso afirmativo, oraba esa oración interior que “todo lo curaâ€.
Ya se estaba persignando por segunda vez cuando entró el viejo Jara como una tromba y, sin vernos, gritó “vieja, preparate unos matesâ€. ¡¡¡Para qué!!!…….La respuesta no se hizo esperar. En el mismo momento en que ella se persignaba, medÃa, se volvÃa a persignar, y con idéntico tono al utilizado por él, le fue diciendo “pero viejo eh mierda, no veh que estoy trabajando, si queréh tomar mate hacételo voh, la put.. que te par…†. Terminó todo junto…, la frase completa antes detallada, la medición hasta mi panza, la última cruz sobre su cuerpo y con una actitud muy decidida, me pegó una cachetadita en la cara y me dijo “vaya nomah mi`hijito, ya está curadoâ€.
¡¡¡ No sé si me curé del espanto o de la risa!!!

                                                                                                                                                                                                             Â
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