Historias de Iriarte
Cuentos de Oscar Marzol
Sucedió una noche de diciembre de 2007. Apacible pero fresca, profunda, cargada de emociones contenidas hasta las lágrimas. Cenábamos.
A un lado de la mesa, mi padre Ramón, mi hermana Susana y Tita, mi suegra ; del lado opuesto, Pola -mi madre- y yo ; en sendas cabeceras, Inés –mi señora – y Graciela –una de las personas encargadas del cuidado de mi madre-. La ciudad, General Pico, Provincia de La Pampa.
Pola susurraba algunas inentendibles palabras, con su mirada perdida hacia Dios sabe donde. No denotaba alegrÃa, tristeza, angustia ni preocupación. Sólo un permanente y cotidiano cansancio derivado de su propia edad, su penosa enfermedad de Alzheimer, el efecto de su puré de medicamentos y los necesarios movimientos a que era sometida para la regulación integral de su organismo. Su cuerpo, sólido, su cara delicadamente maquillada, sus uñas como de quince, peinado para la ocasión, aros, collares, pulseras, vestido, blusa, chaleco, al tono primaveral que siempre tuvo.
Susana, con el reflejo en su cuerpo y alma del conflicto permanente y eterno con su pareja, agravado por la enorme responsabilidad del cuidado obsesivo de Pola y la mirada permanente hacia las actitudes de Ramón.
Inés y Tita, con sus propios desencuentros internos y frustrados anhelos seguramente de compartir también con otros afectos, aportaban una valiosa compañÃa.
Graciela, pensando en los suyos, apuraba la cena de Pola, cucharita a cucharita.
Ramón, con la alegrÃa de vernos y la tristeza de no ver a otros, miraba a mi madre con una angustiosa resignación por su desdicha y disimuladamente –en un suave ademán de limpiar los anteojos y la esquinita de sus ojos- aprisionaba alguna lágrima con sus dedos.
Y, entre todos ellos y entre todo eso, estaba yo. En realidad, no importa cómo….
Cenamos temprano, casi demasiado temprano para aquella especial oportunidad. Qué cenamos…….cualquier cosa, daba exactamente lo mismo.
Después iniciamos el ritual automático que merecÃa la reunión….
Me senté luego en un cómodo sillón de color rojo, solo, mirando la plaza a través de los cristales de las ventanas y calladamente me fui – sin proponérmelo – nada menos que cuarenta y ocho años atrás…
………….Iriarte, Provincia de Buenos Aires, diciembre de 1959.
Dos de la tarde, verano ardiente y húmedo. Permiso especial para no dormir la siesta. En la casa que hoy ocupa la “Casa de la Cultura†vivÃamos los cinco hermanos, con Ramón y Pola. En la esquina aún permanecÃan dos postes de quebracho, con cabezas redondas, distanciados unos cinco metros entre ellos y unidos con un cable de acero, donde algunos años atrás se habrÃan atado los caballos de los parroquianos. También subsistÃan dos quebrados escalones de mamposterÃa para descender hacia la calle. Por lo demás, los viejos árboles de ligustros que trepábamos para mantenernos en forma y en donde anidaban palomas cuyos nidos sistemáticamente nos encargábamos de destruir. En el medio de la calle, unos pequeños charquitos, resabios de una lluvia reciente y – según mi mirada de entonces – la más extraordinaria concentración de mariposas que recuerde; mayoritariamente amarillas, escasas blancas, cuando sus alas estaban plegadas y color naranja en el dorso cuando las abrÃan – en realidad cuando las bajaban – ; antenitas en espiral, patitas cosquilleantes sobre la mano, polvillo colorante sobre los dedos. Las cazábamos con las manos, con la gorra, con el pie y las colocábamos dentro de un frasco cuya tapa – seguramente por indicación de nuestros mayores – habÃamos agujereado convenientemente para que entrara un poco de oxÃgeno. Igual se morÃan porque nuestra atención sobre su cuidado duraba muy poco.
En la vereda de enfrente vivÃa Carlitos Agraso – el más certero tirador con honda ó gomera que haya existido sobre la pampa argentina. Era suficiente que Pola definiera, en el predio del gallinero, qué pollo querÃa carnear, para que Carlitos le asestara un certero piedrazo en la cabeza – y cuando digo en la cabeza, era en la cabeza -. Luego lo degollaban.
Carlos y su petisa hermana Lily vivÃan en una casa del ferrocarril, junto a su madre Carmen y su padre Antonio. Para acceder a su vereda desde la calle debÃamos caminar sobre dos ó tres durmientes de ferrocarril a modo de puente, debajo del cual, en los dÃas de lluvia navegaban los barquitos de papel que construÃamos con hojas de diarios y a los que cargábamos con bolillas de paraÃso.
Para no dispersarme, vuelvo a aquella tarde…
A eso de las siete, Pola comenzó a dar órdenes para el armado de las mesas con tablones sobre caballetes, bajo la enramada de las glicinas del patio interno, con piso de ladrillos. Ramón corrÃa en búsqueda de los lechones asados en la panaderÃa de los Ferreira. Simultáneamente cargaba con asado su novedosa parrilla a gas que habÃa colocado sobre la pared a modo de estanterÃa. Globos, guirnaldas, alguna luz de color – sobre todo para que no invadieran los bichos – , sillas de chapa que habÃamos traÃdo del Club San MartÃn (después de todo Ramón era el Presidente). Unos gritos en la vereda para que entráramos a cambiarnos. Eramos cinco y una sola ducha. Además habÃan llegado la Porota – hermana de Pola – y el Negro Falcioni con sus hijos Rodolfito y Norita y nuestras primas Matilde y Mariquita, desde Trenque Lauquen. ¡ Qué lindo despelote y cuánta emoción por lo que vendrÃa…!
Fueron cayendo Nicolás Mateljan y familia, los Agraso, Magali Otero, Felipe DÃaz, Tolosa, y no muchos más.
Poco a poco nos fuimos acomodando alrededor de la mesa. Todo era un murmullo agitado, alegre, ruidoso, festivo. Para nosotros los chicos, emocionante, desordenado, ansiosos por los festejos cuya hora se aproximaba. Para los grandes, no sé…
A las doce de la noche aparecieron el champagne, la sidra, los turrones, confites, higos, pan dulces, nueces y el interminable intercambio de besos con deseos de felicidad. Comenzaron los primeros ruidos y corrimos a la vereda con unas simples cajitas de cohetes y algunas minúsculas cañitas voladoras que disfrutábamos cual satélites a la luna. ¡Cuidado con los ojos, cuidado con los dedos, no le pongan tarros arriba, que no se caiga la botella, apunten para otro lado, si no explotó no lo toquen, si lo volvés a hacer te pego un bife ! – frases de toda una vida y para toda la vida, por parte de nuestros mayores -.
Disminuyeron paulatinamente los ruidos, de a poco se fueron yendo los invitados, la bebida adormeció los impulsos, el sueño comenzó a avanzar, los organizadores estaban cansados.
¡Hay que irse a dormir!…ordenó Ramón, pero – a diferencia de otras noches – pueden hablar bajito entre ustedes y con la luz apagada, dejando apenas abierta la ventana que da a la calle. Me pidió que le trajera al dormitorio tres botellas de sidra, que luego me explicarÃa para qué eran…
Todo estaba quieto hasta que una suave música llegó a nuestros oÃdos. Apareció Ramón sigilosamente y nos pidió que sin hablar lo siguiéramos hasta su dormitorio y nos colocáramos detrás de la hoja de su ventana que estaba entreabierta. Con el fondo musical que venÃa desde la vereda, una voz sentenció: “ En esta noche de luna, como virola de plata, despierten si están dormidos y escuchen la serenata †y la música se desató junto a los gritos y a los malos cantores. Y nosotros también respondimos con gritos y aplausos. Ramón les entregó en agradecimiento dos de las botellas de sidra, pero no fue suficiente. Exigieron que les abriéramos la puerta del zaguán y entraron. Pasaron al comedor Guido Quintana, con su violÃn, Aubene con el bandoneón, Oscar Quintana con el bombo, Abelito Verdún – el carnicero vecino en cuya casa todos aquellos se habÃan congregado – y tocaron y cantaron uno y otro tema y tomaron y tomaron una y otra copa…Y nosotros supimos lo que era una “serenataâ€.
Se hizo muy tarde y los chicos nos fuimos a dormir. Al dÃa siguiente nos enteramos que sobre la madrugada habÃan pasado otras serenatas con la sola pretensión de una sidra y un pan-dulce.
Aquella habÃa sido – quizás- la más maravillosa fiesta de Navidad, libre de preocupaciones, desencantos, angustias, temores….
De pronto, sentà un estruendo violento, que me conmovió. Fijé los ojos en la plaza de Pico, a la que hacÃa un rato que miraba sin ver, volvà a notar que estaba sentado en el cómodo sillón rojo y que los demás se habÃan ido a dormir. Apagué el televisor cuyas imágenes ignoraba y me fui a acostar pensando que esta última habÃa sido una Navidad diferente, quizás no tan feliz como aquella, con la carga que nos entrega el tiempo a todos los mortales, pero agradeciendo que aún a los cincuenta y siete años tenÃa la posibilidad, al menos, de volver a darles un beso a quienes tanto querÃa…
Buenos Aires, 5 de marzo de 2008
Imagen del Disco Los de Salta, La Serenata cantan los de Salta.
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Hermoso lugar
estos relatos son tan agradables, por que de una forma u otra, vivimos codas parecidas, sencillamente, lo cotidiano!!!!!
Puntilloso el relato , nos transporta a nuestra niñez , de iguales circunstancias, aunque en distintas geografÃas , Iriarte , San Gregorio…. gracias por transportarnos a los años felices
Oscar: Emocionante tu relato de la noche de Diciembre de 2007. Luego, me acuerdo de tus primos Falcioni, creo que eran de Mechita, y de los Perez Regueira de Trenque Lauquen, Polo, Pola, Poroto, Porota y Alberto.
Roly