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El pueblo de Iriarte, en mis primeros años (2)

por Oscar Marzol

Cruzando la primera calle, en la manzana siguiente, siempre hablándote sobre la cara de la ruta que daba al sur, vivían Don Manuel Anca Díaz,  Abel Verdún,  Nito Marzol y Ramón Marzol .

Manuel – Manolo – Anca Díaz ( serio, demasiado serio, ceremonioso,  amante de los caballos de trote y de sus carreras, padre de quien luego sería nuestro veterinario,  el Negro ( chivo ortigado ) Anca ; era dueño en realidad de toda la manzana, incluida nuestra casa (la de Ramón).  En el resto de la misma y en la esquina oeste que daba hacia atrás vivía, en una prefabricada de madera Don Juan Perini ( padre de tantos ).

La superficie de terreno enmarcada por las casas enunciadas,  estaba destinada a un gran solar cubierto de frutales – debidamente, aunque ya un tanto deteriorado -, enmarcado con alambre tejido romboidal, con sendas puertitas de cierre automático por resorte, privativo de Manolo.  

Detrás de Abelito Verdún y su señora Martina,  a quien luego sucedió Belisario Cuello en lo que siempre fue una  carnicería, había un pequeño patio de flores – que lindaba, tapial por medio con nuestra casa – y luego una importante superficie destinada específicamente al negocio carnicero.  Allí,  en un gran arco de madera, se faenaban los animales ; eran matados en cualquier lote donde se los tenía pastando y ya llegaban hasta allí, degollados, en una chata playa y baja, de madera.  El espectáculo – vedado al público – podía ser presenciado trepando entre los huecos que dejaban las juntas de barro, carcomidas, del tapial de ladrillos y asomando la cabeza,  hasta ser visto ó, en el mejor de los casos con la anuencia consentida del “carnicero” te permitían compartir con Belisario y el gordo Reyes, todo el proceso.  Lo cuereaban, lo desvisceraban, trenzaban los chinchulines, separaban la grasa que derretían en una enorme olla de fundición, colgaban la res en el aludido arco y con una sierra manual grande lo dividían en dos, para así presentarlo en “dos medias reses” en el local de ventas.  Con gran esfuerzo Belisario los enganchaba en dos terribles ganchos – seguramente su imagen aumentada en aquel entonces, por nuestra niñez – y con aparejos a cadena las iba lentamente levantando hasta que quedaban verticales, con el cogote hacia el piso.  Era aquel un terreno medio tétrico, lleno de sangre, pelos, sebos, patas, pezuñas…….y moscas. 

Una imagen repetida y cotidiana, eran los perros saliendo por debajo del portón de chapas –color rojo –  que daba a la calle, con algún resto del pobre animal.

No lo conocí mucho a Abelito.  Sólo recuerdo que lo visitaban los Quintana, de Vedia, a quienes les gustaba la música folklórica y el tango y siempre se armaba algún concierto.  Martina – su mujer –  era coqueta, y dura de carácter. Cuánto costaba ir a buscar la pelota que se nos escapaba por sobre el tapial.

Belisario, su sucesor, en cambio,  era un tipo para prestarle atención.  Siempre contento, a cada cliente – hombre o mujer – él le tenía asignado un sobrenombre y siempre lo decía con algún acento musical.  Mientras tanto, anotaba en las tradicionales engrasadas libretas de cuenta corriente – de inefables tapas negras –  colgadas de un simple hilito en un clavo, aquellas mercaderías que te había entregado y aún un poquito más.  Pero todos lo sabían y todos lo aceptaban.  Devoto peronista, decía que Perón los manejaba a todos como títeres desde España y que tarde ó temprano volvería – a pesar del viejo Ramón, radical, a quien tantos asados y cargadas le ganó  y le gastó – .  Y el viejo Perón…, volvió.   

Nito Marzol, en la puerta contigua a Belisario, tenía su piecita de soltero empedernido ; un ropero vidriado para las pilchas, una camita con elástico metálico, un revólver, una linterna sobre la mesita de luz y una puerta con tranca de hierro desde su lado, que le permitía pasar al baño de nuestra casa, pero nosotros no ingresar a la de él.  Para destacar : una foto de su paso por el servicio militar y otra con su hermano Pacho.  Sí, era para tener en cuenta, la puerta celosía de chapa, plegable en cuatro, color marrón, que anticipaba su entrada.  Sólo se repetían en las dos puertas posteriores de la nuestra. En la vereda, alguno de sus coches fantásticos como un Chevrolet antiguo, un Chevrolet Impala, una coupé Torino, todos pintados de rojo y amarillo.

Ramón Marzol,  Pola y nosotros, creo que en la casa más larga del pueblo – entre la cocina y el baño, había unos treinta metros -.  Bien tipo chorizo, con un gran corredor interno cubierto que vinculaba todo.

Fotogragía: Juan Viel (2015)

Allí Pola, a quien tanto le gustaban los colores, pintaba todo.  Las paredes del comedor y los dormitorios lucían desde un rojo ladrillo, verde hoja, amarillo huevo ; en cada uno de los doscientos vidrios repartidos que tendrían las ventanas, ella puso su marca con la punta del pincel, a modo de mariposas de colores.  En el medio de aquel corredor un gran hogar a leña para el invierno y sobre una mesita esquinada un televisor “en blanco y negro”.   Teníamos un juego de sillones de cuero, verdes, grandes, pesados, a los que accedíamos tomando carrera desde la cocina o entablando las mayores luchas, para terminar en el suelo.  Nunca más me sentaría tan cómodo, como entonces.

En el patio interno – lindante con la Martina – un olivo viejo, un monte de mandarinas, un molino, una pérgola con glisinas ; más allá del correspondiente tejido protector, el sector del gallinero, un precario baño con bañera y todo, un lavadero, un gran horno para el pan que se metía en una habitación que la Pola destinaba a sus clases de pintura (  ( ella pintaba, tocaba el piano, tejía a la perfección, representaba máquinas de tejer como la Wanora, tenía boutique, sembraba papas, cebollas, ajos en cantidades industriales y jugaba, jugaba y jugaba al chinchón ) , un excusado oculto y la piecita del motor “Lister”, con su baterías, que alimentaba la casa.  Por supuesto, si Ramón estaba cerca.  Años más tarde nos construyeron una piletita circular de cemento, de unos cincuenta centímetros de profundidad y cuatro metros de diámetro, debajo de un añoso pino.  Para nosotros……era olímpica.  Tampoco faltaban el galpón grande para los vehículos, un tinglado semicubierto y el galpón chico, sin puertas, para la leña y el tambor de gasoil.

Detrás de todo aquello, otro lote, lindante con los frutales de Manolo, con una pileta de agua para los caballos, donde salvajemente ahogábamos infinidad de pichones de gorrión que sacábamos de las entrechapas de los techos ( ¡ esa maldad era innata !  y seguramente la base de las agresiones futuras – ó estaré hablando al pedo ?! ).  Un hermoso palomar circular de ladrillos (¡ si le habremos afanado palomas…. ! ). Haciendo esquina con don Juan Perini, un pequeño lote cercado, con algunos laureles viejos, un ombú mediano y una pileta de dos por dos y un metro de  profundidad, donde Pola engordaba algún chanchito, a quien nosotros alimentábamos con las sobras de la comida.  En el medio del lote restante, el más hermoso ombú que se haya visto jamás. ¡ Jugábamos en su copa !.  Con el tiempo, un primo nuestro, llamado “Agustincito”, quien se casó con la hija de Manolo ( Ana María ) decidió que el bello árbol le molestaba para guardar dos tractores y un arado ( en media manzana ), lo desplomó, lo cortó y lo quemó ( ¡ qué p……… ! ).  Después, se fue a vivir a otro pueblo.

Volviendo a nuestra casa, en la esquina con ochava que daba a las vías  estaba un salón con techo de pinotea y ladrillos – ex almacén de ramos generales de la familia Díaz – en donde funcionó durante mucho tiempo la “capilla del pueblo”.  En ella jugábamos al fútbol los días de lluvia, bajo la protección de Santa Teresita, la patrona del pueblo, a quien en más de una ocasión le dimos un pelotazo.  Doña María Carassai era la encargada del culto y la responsable ( ¡ pobre !) de reponer para la próxima misa, cuantos floreros habían desaparecido gracias a nuestra gran puntería.  Ni hablar de la cara de los feligreses al ver la original decoración de la Iglesia, con pintura de pelotazos en las paredes blancas ( nosotros….rezando con las manitos juntas y sin mirar para los costados…).  No obstante ello, allí tomé mi primera comunión, junto a mi hermana Susana, con el cura Walter.  Una vez construida la capilla oficial, el ex ramos generales y ex capilla ardiente, se convertiría en la boutique de Pola.

Algún día describiré con mayor grado de detalle las características individuales de mis padres y hermanos.  Hoy estoy queriendo mostrar mi pueblo.

Capilla

Ni hablar de los días de lluvia.  A lo largo de la cuadra,  la cuneta que daba al predio del ferrocarril tenía no menos de tres metros de ancho y casi uno de profundidad.  Frente a la carnicería de Belisario estaba el tramo más ancho y limpio de la calle.  Allí convergíamos los Marzolitos, con Ramón incluido, Lucho Peroni, Haroldo y Tito Mateljan, Morocho Etcheto, Carlitos Agraso, Peco Amicucci, y muchos otros y el partido se convertía en una mezcla de fútbol, trabadas, resbalones, empujones a la zanja hasta que todos y cada uno quedábamos empapados y mugrientos…. ¡ qué me van a hablar a mi de fútbol !….

Cruzando la segunda calle, Los Romitti, cuyo líder era “el pibe” y su mujer la René Donis ( la maestra torturante que me asignaba la declamación de versos en la escuela número cinco ), a quienes reemplazaron los Peroni, en lo que siempre fue una fonda.  Tuvieron dos plagas importantes en el negocio ; primero, los mellizos Marzol, que no dejaban maní con o sin cáscara, ni quesito cortado a cuchillo ; luego Corina implementó creo que el primer sistema universal de cubierto con precio fijo y comida libre, hasta que apareció Juan Nicolás como parroquiano de turno, solicitando hasta ocho milanesas y doce huevos fritos.  La fonda tenía los cálidos pisos de pinotea en listones largos, ruidosos, unas mesitas para el juego y un billar ; en un pequeño salón contiguo, verdulería y heladería, con los exquisitos helados “Calzia”; sobre el patio interno, dos ó tres piecitas para huéspedes, una bomba sapo, una letrina y un galpón ; más atrás el gallinero y entre todas las gallinas el muy recordado “boby” ( ¡ qué perro hijo de puta, aunque nosotros no lo éramos menos porque vivíamos tirándole piedras con la honda desde nuestros dormitorios, amparados por unas lindas rejas  Â¡ ) . Los González ( peluquería ), mientras él cortaba el pelo en un gran sillón giratorio, con la típica, afilada y sensibilizante navaja con mango de nácar, mojándote cada tanto con una especie de perfumera grande niquelada que accionaba con un fuelle de goma rojo,  su mujer – petisa, redondita, sin cintura, morocha, con sus característicos anteojos de aumento enmarcados en carey negro – se acodaba invariablemente en una vitrina acorde con su estatura, repleta de carreteles de hilo de coser, cordones, peinetas, invisibles, botones y tomaba uno y otro y otro mate.  Cuenta la historia que un día alguien estaba cortándose el cabello, cuando de pronto irrumpió un conocido que en un descuido le había chocado el automóvil estacionado.  No tuvo el agresor mejor forma de encarar la conversación que decirle “chocamo amigo…” ( buena imaginación para confesar un delito e imponerle un efecto sorpresa al  que estaba tranquilo en la peluquería ) .  González era un tipo duro y a nosotros nos tenía en la mira porque le afanábamos los duraznos de la quinta que tenía en la manzana de la cancha de paleta – en una siesta, lo vimos venir y al correr, Omar se cortó muy fuerte la cara con un alambrado de púas que en la desesperación, no distinguimos.

Fotografía recreada. Familia Romiti, luego Peroni.

Siguiendo en la misma vereda, un lote con algunos frutales y luego el almacén de don Pedro Horacio y doña Pepa ( le alquilaban la propiedad a Pepe Romitelli ) ;  cómo no recordar el frasco grande con boca ancha y sin tapa,  lleno de “maníes japoneses”, o las “gallinitas de licor”, los “alfajores de maicena” debajo de una campana de cristal ó el “frasco de bolitas”.  Y a ella, a la Pepa, que caminaba y caminaba detrás del mostrador, cortando un poco de fiambre, un pedazo de dulce de batata en el legendario tarro circular ó el dulce de membrillo, envuelto en papel celofán en su cajoncito de madera.  También recuerdo los dos escalones de la entrada que nos permitían llegar hasta la manija de la puerta. 

Haciendo esquina, las madreselvas del lote de Pepe Romitelli, dueño de media manzana.  Era largo, flaco, de pocas palabras.  Luisita, su hija mayor, profesora de piano y tutora de su hermanita Carmen, quien padecía de una leve minusvalía mental.

Juan Viel (2015) Frente de la casa de la Familia Romitelli

Detrás de todo ello, en la misma manzana, haciendo esquina con la plaza, sólo estaba el almacén de ramos generales de don Ernesto Amicucci y su mujer, doña Teresa.  Petiso, afable, solía apoyarse – en la vereda – sobre la pared de su negocio con una patita flexionada, escarbadientes que pasaba de un lado a otro y lapicito en la oreja. Conversaba, contaba anécdotas y cuando llegaba algún cliente, se metía al negocio. Tuvo cuatro hijos : Peco, quien lo sucedió en el negocio, Nilda ( muy linda mujer ), Normita con cierto grado de discapacidad pero estaba siempre en el negocio y su conducta inspiraba mucha bondad y Cristinita, la menor, rebelde, revolucionaria, emprendedora, artista ( ¡¡¡   si hasta fue intendente del pueblo  !!! ). El resto de la manzana era todo campo.

Cristina Amicucci frente al Almacén de su familia.
Nilda Amicucci, Luisita Romitelli y Olga Narvarte.

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Comments (1)

Enrique Caminati

Hermosas Historias de mi segundo pueblo. Iriarte, donde alli comparti hermosos momentos por alla al principio de la decada del ´70.- Los Felicito.

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