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Sustito…?

Historias de Iriarte

Cuentos de Oscar Marzol

Año 1978.  La empresa agropecuaria de los  Marzol había arrendado un campo para hacienda, llamado “El Ñandú”, en las cercanías de Levalle, Provincia de Córdoba.

Dado que la distancia era importante, consideraron oportuno dejar a alguien fijo como encargado del campo.  Dicho destino le tocó en suerte a Héctor “el vasco” Larrañaga, casado con nuestra juvenil Normita Echarri.  Su acompañante de tareas, Carlitos Amestoy se consideraba un experto en cocina y alardeaba a sus visitantes con alguna comida preparada bajo sus secretas recetas y siempre esperaba el tan deseado “un aplauso para el cocinero”.  Eran visitados por los Marzoles  José, Agustín, Ramón, Javier, Pedro, Miguel Angel, Jorge Carlos, Agustincito, etc.etc. que, normalmente,  mantenían una distancia y respeto como era debido con un subalterno.

Todo normal, hasta que aparecieron para realizar tareas de cosecha, los desprejuiciados del Gallego Quintana y el Roque Sorobeo (para quien no fuere del pueblo, es difícil describirlos, no tanto en su físico sino en sus actitudes).  Coincidió que Oreste Marzol, aún muy joven había ido a cazar palomas, llegando a aniquilar a unas setenta, más o menos.  Cuando regresa al monte como para seguir tirando tiros y tiros, aquellos dos no tuvieron mejor idea que decirle a Carlitos “dijo Oreste que le pelaras todas las palomas, con cuidado, para llevarlas a su casa y comerlas”.  Oreste regresó y preguntó para qué las habían pelado si él pensaba arrojárselas a los perros.  Primer round, porque recién habían llegado.

A los dos días de estadía ya no sabían qué inventar…

Los Larrañaga se ausentaron hacia Iriarte, en busca de un pequeño descanso y provisiones.

El “gallego” y El “roque”  habitaban una modesta casilla de campo, con precarias instalaciones, que habían anclado al reparo de un pequeño monte de viejos paraísos, para protegerse del viento y el sol.  Carlitos tenía su nido en un modesto “rancho de personal” a cierta distancia de la casita principal reservada a los Larrañaga.

Contentos todos porque había cedido un poco el control del encargado, resolvieron comer un asadito, a pura carne, puertas afuera del rancho.  Historias, chistes, cuentos, certezas, mentiras…, vino, un poco más de vino y el último trago que quedaría rondando en su paladares hasta la mañana siguiente.

Era tradición en Carlitos, antes de acostarse definitivamente, tomarse unos amargos como para asentar la digestión.  Tenía un fogón interno que hacía también las veces de calentador general, una piletita a balde que debía acarrear de un tanque aguatero ya que el agua de la zona era demasiado salada e insalubre, un modesto catre, una lámpara a kerosene, elementos básicos y un viejo almanaque con ilustración de Molina Campos, con hojas descartables a medida que pasaban los meses. En realidad, al pedo, según decía él “me lo trajo de regalo el Miguel Angel pero para mí todos los días son iguales, lo único que cambia es la temperatura”.

A eso de la una de la mañana, una explosión despertó a todo el vecindario.  Pájaros, tres gallinas y el gallo, la gata tricolor, el galgo overo que dejando su aposento habitual junto a la puerta de entrada, no volvió hasta pasado los dos días…

Los  inquietos visitantes habían subido al techo del rancho, arrojaron el contenido del tarro de gasoil – reservado para el arranque del tractor – por la chimenea, dispararon y cuando el combustible con su vapor a cuestas llegó a las llamitas del fogón, Carlitos rompió el catre, los viejos azulejos verde marino que decoraban la humilde piletita desaparecieron…

Conscientes – en realidad inconscientes – del daño que pudieran haber provocado, corrieron, con sus linternas,  en auxilio de Carlitos. Al abrir la desvencijada puerta y ver que “aún estaba con vida”, suspiraron y con voz de extrema preocupación le preguntaron al unísono “estás bien…?, qué pasó…?”.

Carlitos, con los ojos extraviados, lleno de cenizas y blanco de pavor parecía, según ellos relatarían con el tiempo “un ratón de panadería”.

Se juraron silencio, acomodaron todo lo mejor que pudieron, argumentaron que quizás el tarrito con kerosene que tenía Carlitos cerca de la boca del fogón para avivarlo cuando aflojaba, pudiera haber sido el detonante de semejante catástrofe…

Varios años después, en otro asadito al aire libre, detrás de las vías del ferrocarril donde Carlitos vivía, fue el momento oportuno para confesar “la verdad…”

                                                                                                            Oscar Marzol    

                                                                       Buenos Aires, 23 de Mayo de 2020

Escucha el audio de este cuento:

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Comments (3)

Gabriel iglesias

Me gustó,interpretó que el vino de más ido lo suyo,que pudo terminar con la vida de Carlitos.

Realmente figurativo como describes una de tantas travesuras que hayan hecho esos dos valores. Conociéndolos!!!!.. quizas no te alcanze todo el libro para enumerarlas. Vale la pena recordar!!. Muchas gracias por tus historias!!!

muy buena, como siempre, tu descripción tanto de los personajes como de todo el entorno. Además, es bueno el rescate de los sucesos que, contados así, siempre son interesantes.

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