cuentos de Oscar Marzol
Estaba llegando, a paso lento, a la estación de trenes del pueblo. Por un claro que dejaba su frondosa arboleda observó cómo pasaba un largo convoy de carga, arrastrado por una resoplona locomotora a vapor.
Se sentó en el andén. Apoyó sus pies en el riel más cercano, inclinó su cuerpo hacia atrás sosteniéndolo con sus brazos cuyas manos apoyaban en la carpeta de carbonilla que cubrÃa la superficie. Molestaba un poco, pero no dolÃa.
Siguió el desplazamiento del carguero que se dirigÃa hacia el oeste, hasta que su figura se fue perdiendo en dirección al sol, que también entregaba sus últimos rayos. Algo, en su interior, lo estaba inquietando…
Frente a él, en el gran terreno desolado de la estación, un montón de niños jugaban un intenso y desordenado partido de fútbol. Arcos marcados con ramitas de paraÃso y una gorra colgada en la punta; lÃmites laterales hasta donde el pastizal y los rieles de ramales en desuso, lo permitÃan. Hubo patadas, discusiones, festejos de gol, reclamos sin respuestas, vestimentas multicolores y gritos permanentes. Como telón de fondo, las madres conversando alegremente, unas apoyadas sobre la escoba, otras con un mate frÃo en la mano, mientras veÃan disfrutar a los suyos. También le mereció una reflexión…
De pronto apareció el jefe de la estación, mate y pava en mano, sacándolo de sus pensamientos y sentándose a su lado lo invitó a compartir y a hablar de todo un poco. Recordó con cierta nostalgia el dÃa de su llegada a tomar el cargo a más de treinta años de aquella tarde, un poco de su historia personal, los hijos que ya habÃan volado, los achaques naturales de su salud y los de su mujer, algo de polÃtica general comparándolo con polÃticas generales anteriores y seguramente, dado que habrÃa notado que su circunstancial oyente no le prestara demasiada atención ni interés, pegó el últimos chupón ruidoso al mate, se levantó con esfuerzo y comunicándole el gusto de haber compartido ese momento, ingresó a su casa. HabÃa sido casual y desafortunado aquel encuentro o, metido en su interior tal como estaba, lo consideró en beneficio de su propio análisis? Lo sabrÃa después…
No estaba conforme con su modo de vida. Mucho tiempo en un pueblo chico, monótono, sin demasiadas expectativas. Al principio se consoló con un argumento un tanto facilista, como echarle la culpa al pueblo por su tamaño y lo aparentemente repetitivo en la vida de su gente. Y, si no fuera tan as� Si el resto de los habitantes se sintiera con sueños propios que estaban llevando a cabo, ambiciones que los motivaran, proyectos en curso, pasiones movilizadoras?
No serÃa una visión chiquita, egoÃsta, desconsiderada para con el resto, asignarles la propia angustia que el transcurrir de sus dÃas latÃa en su pecho y resonaba en sus oÃdos…?
SabÃa que el tren diario de pasajeros, procedente del este, se acercarÃa a gran velocidad, no pararÃa en esa estación y sólo alcanzarÃa a distinguir su luz que se agrandarÃa a medida que acortara la distancia. Seguramente, no podrÃa siquiera contar el número de sus vagones.
Se incorporó, pesadamente. Fue caminando como un sonámbulo hacia la plaza que ya estaba desierta y en el trayecto, dejó caer algunas lágrimas de desconsuelo.
Esa tarde, aparentemente normal. Esos trenes, habituales. Ese partido diario, pintaban el cuadro de su vida interior. El carguero que pasó, lento, largo y sin retorno eran sus años ya vividos. El partido, los dÃas actuales con alegrÃas, tristezas, discusiones efÃmeras y una repetición para mañana. El tren de la medianoche, el tiempo corto y rápido que le quedaba por transcurrir sin saber cómo serÃa…
Sentado en el banco frÃo de la plaza, cerró los ojos, pensó en la “luz†del último tren y se sintió aliviado…
Oscar Marzol
Buenos Aires, 9 de Julio de 2020
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