Compartimos con Ustedes el relato que salió Séptimo en el III Concurso Internacional de Relatos de Campo y Pueblo.
Su autora, Julieta Gabriela Lardies, es de Campo Viera, un pueblito rural de la provincia de Misiones, Argentina. Es allÃ, en su pueblo natal, donde transcurre el relato que compartimos. EspecÃficamente en la escuela N° 489 “Tambor de TacuarÃâ€.
Actualmente la autora vive en Posadas (Capital de la Provincia de Misiones) y es estudiante de Derecho.
El Bicho feo
Entre mis más claros recuerdos de infancia se encuentra el de mi escuela primaria. Cierro los ojos y entre las brumas blancas que envuelven celosas todo lo referente a mis primeros años puedo verla levantarse imponente y majestuosa.
Ahora, a través del tiempo, me doy cuenta de que en realidad era una simple y sencilla escuelita de pueblo. Paredes anchas y techos altos, sÃ, mas no contaba con sótanos ni con laboratorio; era de una sola planta, de manera que no tenÃamos escaleras para dirigirnos a pisos superiores; la cocina era de muy discretas dimensiones… y la biblioteca era aún más discreta que la cocina. Pero para nosotros, que no conocÃamos otras escuelas, la nuestra era la “gran escuelaâ€. TenÃa una enorme cancha para jugar a la pelota y una pieza diminuta que en los recreos servÃa de cantina expendiendo toda clase de dulces… paragüitas de chocolate, maÃz inflado, semillas de girasol y tantas otras golosinas que por el mÃsero precio de una moneda pasaban a nuestra propiedad haciéndonos sentir los seres más afortunados y mejor provistos del universo.
Además la escuela tenÃa un bebedero. Un largo y ceramicado bebedero, con muchas canillas de las cuales brotaba agua cristalina y fresca, agua que juntábamos en el pocito de nuestras palmas y bebÃamos con la febril vehemencia de sedientos exploradores que encuentran un oasis en medio del desierto.
Jamás he vuelto a probar agua tan exquisita, tan refrescante y mágica como aquella ¿Puede haber gloria mayor para un patio de escuela?
En ese bebedero nos lavábamos las manos manchadas con témpera tras la clase de artes plásticas, al borde de ese bebedero nos empujábamos para refrescarnos luego de las agotadoras clases de educación fÃsica y, como si eso fuera poco, era en ese lugar dónde nos limpiábamos las heridas de codos y rodillas, heridas que eran el resultado casi invariable de nuestras correrÃas frenéticas y nuestros galopes furtivos por patios y galerÃas.
Aunque yo no huÃa de las partidas arriesgadas, no me lastimaba con frecuencia. Quizás por eso recuerdo con asombrosa nitidez el dÃa en el que tuve que llegar como tantos otros condiscÃpulos, sangrante y polvorosa, a curar mi dolor y mi orgullo herido en las aguas de aquel bebedero que en circunstancias de ese tipo hacÃa las veces de fuente medicinal y consoladora.
En la escuela habÃa reglas. SabÃamos que el primer timbre era para quedarnos quietos como estatuas en el lugar en el que estuviéramos parados. El segundo timbre era el que nos indicaba que debÃamos dejar nuestra postura pétrea y regresar a las aulas en perfecto orden.
Otra cosa que bien sabÃamos era que no se debÃa salir fuera de los lÃmites del establecimiento… aunque resultaba una verdadera tentación el almacén de Doña Elena, que se hallaba justo al cruzar la calle de tierra, frente a la escuela, y vendÃa unos picolés exquisitos… que no eran más que hielo saborizado metido en bolsitas plásticas, delgadas y largas. Manjarque nosotros comprábamos por la irrisoria suma de diez centavos la unidad. Luego succionábamos, hielo y bolsa juntos, mientras nuestras manos y bocas iban tiñéndose gradualmente con manchas de colores rojizos y textura pegajosa.
Nosotros sabÃamos que las reglas no debÃan romperse… lo sabÃamos por instinto, por razón natural… y por razones menos naturales pero más intimidantes como el miedo a “firmar el libroâ€. No sabÃamos a ciencia cierta qué era aquello de “firmar el libroâ€, y a decir verdad ni siquiera sabÃamos firmar. Pero la amenaza era pronunciada con tal gravedad por nuestros docentes que nos parecÃa que la cosa era realmente muy seria y no querÃamos exponernos al riesgo de sufrir la pena. Además, transcurrido algún tiempo, “el libro†pasó a llamarse “libro negroâ€, lo que terminó por quitarnos toda duda acerca de lo intrÃnsecamente malo de estampar nuestros nombres en él. Y ese, precisamente ese y no otro, era el castigo aplicado a quienes se atrevÃan a burlar las fronteras de la escuela.
(Deseo hacer una salvedad en cuanto a aquello de «firmar el libro negro»: Ninguno de nosotros vio jamás “el libroâ€. En consecuencia no sabÃamos si en verdad era negro… ni si era un libro. Un muchacho muy malo dijo que cierta vez «habÃa firmado» y que sólo se trataba de un cuaderno de no sé qué color… mas sospechábamos que nos estaba mintiendo… Ya se sabe eso de que en la boca del mentiroso… En fin…)
¡Pero los picolés de Doña Elena eran tan ricos! ¡Tan refrescantes! ¡Tan apetecibles cuando el ardiente sol misionero amenazaba con achicharrar nuestras cabecitas descubiertas! Por eso ideamos un plan para conseguirlos sin romper las reglas de la escuela. No sé de quién fue la idea. Lo imagino, pero no lo sé. Asà que no lo digo.
Como auténticos pilinchos, en hilera y asidos al alambre que marcaba el lÃmite, esperábamos a que algún vecino del pueblo pasara por el camino polvoroso. ¡Ver venir a alguien era la gloria! Desde la alambrada llamábamos al caminante y le pedÃamos nos hiciera el gran favor de comprar por nosotros la preciosa mercancÃa. Le dábamos nuestras monedas y nuestras indicaciones. “Para mà de uvaâ€, “para mà de frutilla  y el buen samaritano regresaba invariablemente con aquella maravillosa carga cubierta de escarcha; carga que para nosotros valÃa más que un vagón de oro… al fin y al cabo un vagón de oro no nos hubiera servido entonces para apagar tan deliciosamente nuestra sed de incansables duendes saltarines. Sin saberlo estábamos utilizando la figura jurÃdica del mandato. Sin saberlo también estábamos aprendiendo a gambetear leyes…
Otra de las normas era la de no saltar sobre los bancos de los patios internos. Para dar una idea proporcionaré los siguientes datos. En el centro de la escuela se hallaba el patio principal, con piso de mosaicos, donde se levantaban dos mástiles imponentes en los que cada mañana se izaban con sumo respeto nuestras hermosas banderas. Una azul y blanca, la nacional. Otra roja, azul y blanca, la de nuestra provincia.
Las banderas, nuestras banderas, eran realmente bellas, impactantes, sublimes. Nuestra escuela no hubiera sido escuela respetable si ellas no hubieran estado allÃ, inspirándonos con su presencia los más nobles sentimientos que ya desde aquella edad comenzaban a dar calor a nuestro pecho. En mi opinión era aquel pabellón celeste y blanco el que le daba el alma a la escuelita. A esa bandera le cantábamos, frente a ella nos formábamos, a ella le habÃamos jurado fidelidad y por ella se daba la vida. Toda la grandeza y el misterio de la palabra Patria estaban asà plenamente presentes en aquel modesto patio escolar de un pueblo perdido en el interior del paÃs.
Alrededor de ese patio descubierto se extendÃa las galerÃas angostas y se ubicaban las aulas. Las puertas de los salones miraban hacia el patio central, y entre aula y aula habÃa unos patiecitos internos, espacios reducidos que servÃan para jugar a las bolitas o para sentarse a conversar. En estos patios pequeños estaban dispuestos unos bancos macizos de cemento y ladrillo, adheridos al piso con una firmeza titánica, tanto que de haber acaecido un terremoto es más que seguro que estos bancos hubieran quedado en pie. A estos patiecitos no entraba mucha luz de sol ya que las altas paredes de las aulas los resguardaban muy bien. Esto los mantenÃa frescos pero favorecÃa la humedad que a su vez daba lugar a que un diminuto y tupido musgo proliferara en pisos y bancos. Pienso que por eso se nos prohibÃa brincar de banco en banco, ya que nos arriesgábamos a resbalar artÃsticamente en dicho musgo y a terminar en el suelo tras caÃdas mucho menos artÃsticas.
Sin embargo habÃa un juego al que ninguno de nosotros podÃa resistirse. El juego del “Bicho Feoâ€. ¡Cuánto nos divertÃa! Uno de nosotros era el “Bicho†y se ubicaba en el centro del patiecito, entre los bancos. Mientras estuviéramos tocando un banco el Bicho no podÃa atraparnos. Pero debÃamos pasar corriendo o saltando de banco a banco… y esa era la oportunidad del “Bicho†para capturar a quien lo sucederÃa en el puesto.
Cuando estábamos en el banco cantábamos burlonamente y a voz en cuello “¡Bi-cho-fe-o! ¡Bi-cho-fe-o! ¡Bi-cho-fe-o!†y el Bicho simulaba enojarse. Luego brincábamos, corrÃamos y burlábamos al Bicho hasta que algún desafortunado caÃa en sus temidas garras.
Si los maestros fingÃan no vernos ni oÃrnos para no tener que aplicar el castigo o si efectivamente ignoraban nuestras hazañas, es cosa que hasta ahora ignoro. Pero fue ahÃ, precisamente durante un juego de “Bicho Feoâ€, cuando resbalé al saltar de un banco a otro, perdà pie, y di con el rostro en uno de esos macizos, peligrosos, criminales y en mala hora dispuestos asientos de cemento. No recuerdo haber derramado alguna lágrima… sinceramente no lo recuerdo. Lo único que sé es que de un momento a otro me vi llevada por una de las maestras hasta nuestro prodigioso bebedero. Me seguÃa una turba de chicos curiosos y alborotados que no tardaron en rodearme como si fueran una tromba de vizcachas con los ojos tan abiertos como platos, haciendo múltiples exclamaciones y observaciones, ya de consuelo, ya de lástima al ver mi herida tan aleccionadora, ya de condescendencia por la compañera atrapada in fraganti.
Mientras la maestra lavaba mi lastimado rostro yo hubiese querido espantar con la mayor violencia posible a todos esos otros niños que, lejos de confortarme, aumentaban mi vergüenza y mi confusión… más aun cuando entre la turbamulta creà oÃr una voz burlona e irritante que exclamó con crueldad “¡Ja! ¡Ahora sà que parece un Bicho Feo!â€. Nunca, nunca, nunca volvà a jugar a aquel juego de alto riesgo.
Julieta Gabriela Lardies
Felicitaciones!! Una hermosa historia que me ha hecho viajar a mi infancia. Muy sentimental. Gracias por compartirla. Mis felicitaciones nuevamente a su autora. Yo he participado, y aunque no haya sido seleccionado mi cuento, sé que en mi alma atesoraré por siempre la gentileza de Museo Iriarte, por haberme dado ésta posibilidad. Mis cariños. Silvana Gallo.
Gracias por darme la oportunidad de leer un relato fresco y sin alardes de ninguna Ãndole. Ok
Muy bueno, esperamos lo demás. M . gracias.-