Vínculos

Un comentario

Compartimos con Ustedes el relato que obtuvo el Cuarto puesto en el III Concurso Internacional de Relatos de Campo y Pueblo.

Su autor, Ariel Díaz, se recibió de Maestro en Tandil, estudió en la Escuela Nacional de Náutica y navegó en la Marina Mercante Argentina como Oficial y Jefe de Máquinas. Jubilado, cambió el calibre por la lapicera y el indicador de diagramas por el ordenador.

Comenzó a escribir en el año 1988. En 1991, la Sociedad Argentina de Escritores le otorgó la Faja de Honor para Autores Inéditos. Lleva escritos más de cuatrocientos cuentos—de temática muy variada—, dirigidos a un público adulto, infantil y juvenil.

Ha recibido más de 200 premios internacionales en Argentina, Uruguay, México, Estados Unidos, España, Suiza, Francia y Finlandia.

Sus cuentos han sido publicados, en Argentina, Francia, Estados Unidos, Finlandia y España, en más de cuarenta antologías. Ha sido jurado en varios certámenes literarios.

Vínculos

Un brillo ilusionado invade los ojos ansiosos del niño cuando ve que el hombre abre el maltrecho bolso que lleva colgado del cuello. El pequeñose acerca, sacauna galleta y, mientras la mordisquea sonriente, le da la mano. Azuzan al ganado para trasladarlo a otro potrero, mientras se alejan rodeados de luz hacia el sol que continúa alargando las sombras.

El resto de la tarde comulgan juntos y, ayudados por los perros, cambian de lugar a la manada, la llevan a saciar la sed apremiante a la aguada salobre. Sólo habla el hombre. Y habla, habla de sus luchas con las inundaciones, la sequía de ese año, las cabras y el maizal muriéndose poco a poco, sus miedos.  El pequeño lo mira, se agacha para observar un hormiguero, corre a un chimango que levanta vuelo y sale disparado detrás de un alguacil.

Cuando el sol rojizo comienza a acariciar el horizonte, regresan al rancho.

Él ha partido temprano, aún de noche, para cambiar al rebaño de lugar. Ella está esperando que el chiquillo despierte. Junta ramas secas dentro del horno de barro, les prende fuego, hace bollos con harina de maíz para preparar pan, barre el suelo de la choza y del alero, sopla el fuego para mantener caliente la leche que ha conseguido ordeñar a algunas cabras, va a ver al niño dormido, limpia y ordena, se peina frente al espejo, vuelve al lado del chico, coloca maíz en remojo para hacer la comida, tiene sed, pero la aguanta para dejarle al pequeño la poca agua que queda.

El niño se levanta, toma dos tazones de leche y comienza a jugar con unapelota de goma reseca yun carrito al que le falta una rueda.

Mientras tanto Antenor se ocupa de trasladar la manada a un potrero lejano con mejores pastos. Cuando vuelve al mediodía, sonríe complacido al contemplar al niño jugando con un palo que es un potrillo salvaje. Toribia lo está esperando con un vestido limpio, peinada, la comida a punto y el pan recién horneado. Almuerzan casi en silencio, con la vista fija en el plato, una especie de paz, placidez, cansancio feliz.

Antenor no se queda a dormir la siesta. Luego de trabajar muy fuerte desbrozando, casi sin esperanzas, el extenso maizal sediento, vuelve temprano, impaciente por llegar al hogar. Con un cuchillo corta una rama seca, talla una rueda y la monta en el carrito. El niño parece agradecer con la mirada, toma el juguete de la cuerda y corre seguido por los perros, que giran alrededor haciendo fiestas.

La claridad que entra por la puerta del rancho se ha atenuado, los contornos se hicieron difusos, como si la tarde estuviese llegando a su fin. Corre una brisa fresca y reconfortante.

— Se ha puesto oscuro— dice la mujer.

— Pasó rápido el día.

— No, Antenor. Está negrito el cielo, negrito. Parece que va a llover.

— Ojalá— y percatándose de la ausencia del niño — ¿Y Paulino?

—  Se habrá ido por ahí, como siempre, jugando con el carro y la pelota.

— Lo voy a buscar, pues.

Sale al raso, escudriña las cercanías, el paisaje ensombrecido, los contornos serranos destellantes de rayos. Espesos nubarrones cubren el cielo y el viento barre el polvo eterno y las hojas estridentes.Queda escuchando atento. Sólo oye el crepitar de la hojarasca y mil ruidos menudos como llamadas de pichones hambrientos. Retumba el eco en los montes lejanos respondiendo al trueno.

Comienza a caminar con pasos mecánicos el viejo camino de todos los días, con una angustia nueva y presagiosa. Se aleja de la choza y de la figura inmóvil de Toribia en el medio del alero.

Bandadas de palomas, golondrinas y gorriones atraviesan el aire montados en un tropel de ráfagas indóciles. Abre grandes los ojos, corre y trata de imaginar hacia dónde puede haber ido el niño.

Lentas, las sombras van cerniéndose, los grises matizan desdibujando las cosas. Por momentos atisba una silueta flotando en esa catarata oscura que baja del cielo, corre ansioso hacia ella, pero lapolvareda diluye la imagen. Huele la humedad del aire, el calor de la tierra, el aliento fresco del viento.Ya no puede confiar en los ojos, todo se transforma en manchas informes. Se muerde los labios para no gritar el nombre del niño. Hierve el aire con un torrente de murmullos, escucha pisadas que se alejan, es tan solo una liebre asustada; la fresca mano del niño lo toma del brazo, se vuelve conmovido y encuentra una rama zarandeada por el viento.

Cree escuchar una voz infantil, un grito, una llamada angustiada; sabe que eso es imposible; es una piedra que rueda, son ecos de palabras llevadas por el viento, es el remolino sordo de hojas húmedas, son cantos de pájaros desfigurados por la distancia.

Una gota fresca roza su frente sudorosa, otra estalla en el pecho, dos caen sobre las manos terrosas y una quinta besa los labios partidos; como si la lluvia se persignara rogando por el encuentro. Gruesos goterones horadan lo que parecía corteza impenetrable. De la tierra se levanta una neblina que se eleva hasta envolverlo completamente. El contacto fresco le acaricia la piel, se adhiere a la ropa, le corre por el cuerpo.

Corre, gira, el sudor y la lluvia se escurren por la frente y el pecho, restriega los ojos empañados, aguza la vista. Confundido, no sabe si el rumor que escucha es el eco sordo de sus pasos que regresa burlón para llamarlo hacia mil rumbos distintos.

Lo ve al pasar la segunda loma. Primero, es una mancha parda que casi se confunde con la tierra, aunque separada de ella, como si flotase en el aire. Luego se va conformando, como una fotografía revelándose lentamente. Es el niño llorando desconsolado.

Empapados, con los ojos turbios de lluvia, la ropa y la piel desgarradas por los arbustos, la boca salobre —el hombre de sudor y el niño de lágrimas—, emprenden el regreso. Antenor distingue la silueta oscura de Toribia en el mismo lugar que la dejó, recortada contra la puerta abierta del rancho, iluminado por la lámpara.

— Lo encontré llorando — dice.

— Lo imaginé. Sabía que lo encontrarías.

— La lluvia siempre es una bendición. No podía quitárnoslo.

— Les preparé ropa seca para que se cambien. ¿Quieres un poco de locro bien caliente?

— Sí.

Ya cambiados. se sientan a la mesa. La mujer sirve la comida, el hombre, el agua.

—El pasto crecerá y la laguna se llenará de agua fresca. La manada va a recuperarse. El maizal brotará con fuerza.

— La lluvia nos salvó. Llené las seis tinajas.

— Con la ganancia podremos comprarnos el burro. Y un vestido para ti, Toribia.

— Una pelota nueva para Paulino. Y un sombrero, Antenor, que tanta falta te hace.

La ternura ha brotado espontánea. Sonríen. Se miran a los ojos. Las manos se encuentran con las del niño. Se ven hermosos, están hermosos.

— Toribia…

— Antenor…

Los nombres suenan dulces. La presencia del niño sordomudo es un vínculo firme y duradero.

Afuera, la lluvia arrecia. El olor ensordecedor se expande, se huele, se escucha. Es como un corazón gigantesco que hace fluir la sangre de la tierra. Un golpeteo húmedo, un renacer burbujeante.

Ariel Díaz

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