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Gualicho encadenado

Compartimos con Ustedes el relato que obtuvo el SEGUNDO puesto en el III Concurso Internacional de Relatos de Campo y Pueblo.

Su autor, Maximiliano Nicolás Sacristán,nació en la localidad bonaerense de Luján a fines de 1974. Actualmente reside en la ciudad vecina de General Rodríguez. Estudió Letras y Periodismo gráfico. Ha colaborado como columnista cultural en medios de prensa zonales, y se ha desempeñado como asesor de redacción para empresas y profesionales.

Escribe desde su juventud. Publicó tres libros en ediciones independientes, y desde hace unos cinco años participa asiduamente en certámenes literarios de todo el mundo hispanohablante. Ellos se han convertido en su principal fuente de estímulo para escribir todos los días. Su más reciente galardón fue el primer premio de cuento de la XVIII edición del Certamen de humor “Jara Carrillo” organizado por el Ayuntamiento de Alcantarilla de Murcia, España.

El relato que aquí se publica, “Gualicho encadenado”, está basado en vivencias personales del autor, fruto de un verano que pasó trabajando como casero y peón en un criadero de cerdos de Magdalena, provincia de Buenos Aires. “El valioso conocimiento de primera mano que obtuve de este único y breve (aunque intenso) trabajo rural corrobora la importancia que tiene la experiencia (junto con la imaginación, claro) para infundirle verosimilitud a una historia.”

Gualicho encadenado

            Mi patrón lo llamaba don Aparicio, y fue mi vecino durante esos tres meses que pasé en el campo. Agarré una changa en un verano y me fui a un criadero de chanchos que quedaba por los pagos de Magdalena. Mi fugaz empleador, un mecánico jubilado, me dejaba solito con mi alma y su “emprendimiento”, y se volvía a la capital hasta el próximo fin de semana. Y yo, que nunca había vivido ni trabajado en una zona rural, viví jornadas de experiencias fuertes y descubrimientos constantes. Allí hice las veces de casero, sereno, peón, matarife y hasta de partero de chanchos. Matando y ayudando a nacer, no hubo día que no debiera enfrentarme ante algún problema novedoso. No había dos días iguales (¿acaso no era eso lo que buscaba?). Por suerte las catorce paridoras, los dos padrillos y las crías circunstanciales no sumaban un número que me sobrepasara en fuerzas, aunque hubo veces que este burguesito a contramano de la realidad campera estuvo a punto de naufragar en su aventura experimental.

            Como les decía, estuve solo la mayor parte del tiempo. La chacra, a dos kilómetros de la ruta provincial once, y a doce kilómetros del casco urbano del pueblo, me dejaba lo suficientemente aislado como para que este misántropo confeso extrañara charlar con alguien (le hablaba a los perros para escucharme la voz, seguramente). Apenas dos libros (traídos en la mochila, con la tonta ilusión de que el pueblo tuviese librerías), más un televisor que sintonizaba un puñado de canales de aire según para dónde soplara el viento. Ésa era toda mi distracción burguesa. Ni señal en el teléfono celular tenía, así que ante cualquier accidente que sufriera, cortarme con los alambres de los improvisados corrales, por ejemplo, me las vería negras para llegar hasta el hospitalito municipal sin medio de transporte alguno. Valga aclarar que allí no había ni un botiquín de primeros auxilios a mano, ni una botella de alcohol para desinfectar las heridas…

Pasé un solo momento de zozobra en esos cien días cuando a mediados de febrero comenzó a dolerme una muela del juicio que debí haberme sacado antes de emprender el viaje. Como ya no daba más del dolor, al día siguiente dejé sola la chacra por primera y única vez y me largué al camino. Me levanté a las cinco y media, les puse agua a los chanchos (algo infaltable) y salí a caminar hacia la ruta. El ejercicio matutino por el camino vecinal me llevó una hora, tiempo justo para tomar el único ómnibus que llegaba una vez por día, a eso de las siete, hasta la puerta de un cuartel militar que había allí. Con ese único transporte público pude llegar hasta el hospital del pueblo y hacerme sacar la muela gracias a una odontóloga que comprendió mi situación y me atendió sin turno.

Pero era de mi vecino que quería hablarles. Porque sí, tenía vecinos, aunque tan lejanos que apenas se materializaban a la distancia, mayormente en la silueta de un gaucho que pasaba a caballo cada dos o tres días verificando la estabilidad de la alambrada perimetral que daba al sur. Del otro lado estaba la “medianera” de cinco hilos que compartía con la estancia para la que trabajaba don Aparicio. Yo tenía a mi cuidado apenas cuatro hectáreas, él se debía arreglar solo con más de trescientas. Se hacía cargo del ganado, alambraba, desbichaba… Esto lo supe porque un día se vino a la chacra a hacerse una changa: esquilar las once o doce ovejas que escondía un corral instalado bajo un montecito cercano (no costaba nada mantenerlas y se reproducían solas, me explicó mi jefe). Fue la única vez que traté a don Aparicio. Llegó al trote en su bayo (lo adiviné venirse un buen rato antes), desmontó sin apuro y atravesó la alambrada con la facilidad que da la rutina. Era un sesentón amable y respetuoso, un hombre de campo hecho y derecho. Tenía la melena y la barba completamente encanecidas. Como yo no veía nada, le pregunté dónde quedaba su “casa”, y él me señaló un molino que se veía chiquitito sobre el horizonte, hacia el norte, como de juguete, a varios kilómetros de donde estábamos. Aprovechando mi curiosidad, me confió que había sido criado en el mismo terreno en donde estábamos, y como prueba me llevó hasta un rincón del monte para mostrarme las ruinas de un contrapiso que había sido parte de su casa materna. Aunque yo había pasado caminando por allí muchas veces, no había notado esas piedras desperdigadas entre la maleza. Me pareció mucha casualidad, pero cómo no creerle.

Mientras esquilaba a las ovejas con sus herramientas (cada tanto se quejaba murmurando “Estas tijeras ya no quieren saber más nada”) y yo iba juntando la lana en bolsas de tamaño consorcio, me reveló algunos secretitos de mi patrón, en especial sobre el trato (o destrato) que le había dado a los anteriores caseros desde que arrendó esas pocas hectáreas para criar cerdos. Recuerdo haberle comentado sobre la reciente muerte de una cría, que yo mismo había enterrado el día anterior, y él me explicó que a veces se les tapaban las mamas y los corderos succionaban pero no tomaban nada. Para verificarlo agarró una ubre aún hinchada de la oveja madre y la apretó. Salió disparado un chorro blanquecino, como el de la Vía láctea en su origen mítico, ese manchón bellísimo que yo veía todas las noches en el cielo. No, no era tal el problema. Al fin y al cabo se trataba de otra muerte más sin explicación de las muchas que yo había testimoniado en esa chacra.

Me pidió un poco de agua y yo, anfitrión distraído por falta de práctica, me disculpé y salí para mi departamentito a buscarle algo fresco para tomar. Tenía un buen trecho, unos cien metros desde el montecito hasta la habitación contigua al cuarto de herramientas que me habían destinado como hogar. Debido a que el agua de la heladera no estaba bien fría, saqué unos cubitos de hielo. Cuando volví con el vaso en la mano y un platito encima como tapa, no encontré al viejo entre las ovejas. Divisé su figura a los lejos, en el criadero. Observaba las parideras de cemento, bajo el tinglado. Me acerqué hacia allí y me quedé a su lado mirando lo que él miraba: tres chanchas echadas en tres compartimentos consecutivos, amamantando a su cría, aunque a veces algún lechón ya destetado se infiltraba para seguir mamando y las camadas se mezclaban.

―Nacieron todos de golpe, unos pocos días después de que hubo una estampida en el corral grande― comenté, por decir algo. Su silencio reconcentrado me ponía nervioso.

Al fin habló, sin dejar de mirar a las paridoras:

―Eso pasa por la chancha con cadenas. La han escuchado deambular por estos campos. A la noche engualicha por donde pasa y después los animales se espantan. Les altera la gestación y las crías nacen antes. Ya va a ver que de todos estos lechones ninguno le pasa el mes de vida.

Aparicio se equivocó por poco en su negro vaticinio: apenas sobrevivió un chanchito medio desnutrido de las veintidós crías que había entre las tres lechigadas. Y si a esto le agrego una mortandad de gallinas que hubo por esos días, les confesaré que hacia el final del verano agregué otro oficio para improvisar, el de sepulturero, porque me la pasé enterrando o incinerando animales. Más allá de su buen ojo, lo que me dejó extrañado fue eso de la chancha con cadenas, porque don Aparicio no parecía un hombre supersticioso. Se expresaba con claridad, razonaba bien… Yo había presenciado la estampida de los chanchos porque casualmente andaba por los corrales: de repente todos salieron corriendo hacia el mismo rincón del corral mayor, el que miraba al sudeste. Supuse que la alteración del comportamiento se debía a una tropilla importante que estaban arreando en el terreno vecino, a “apenas” cincuenta metros, e imaginé que las vibraciones del suelo habrían producido el desbande porcino. Por otro lado, la estampida había ocurrido a media mañana, y si la supuesta chancha embrujada había pasado de madrugada por esos terrenos, yo no entendía cuál era la conexión. A menos que fuera uno de esos gualichos con efecto retardado…

En fin, no sé qué buscaba Aparicio en el chiquero, pero yo no insistí con el tema y regresamos en silencio al corral de los ovinos. Todavía le quedaban tres animales por esquilar.

Esa misma noche me costó conciliar el sueño, en especial porque los tres perros se largaron a ladrar a eso de las tres y no paraban más. Yo estaba acostumbrado a que hicieran barullo por cualquier pavada, como por ejemplo con la salida de la luna llena o con los preludios de una tormenta eléctrica (estábamos muy cerca del Río de la Plata y el espectáculo de los refucilos, cuando la tormenta venía de la costa, era magnífico). Pero esa noche los ladridos fueron inusualmente largos y tenían un cierto tono, diré, lastimero. Me asomé por la ventana y vi que olfateaban el aire en dirección a los fondos de la chacra. En casos así nunca había salido afuera. Pensaba que si estaba solo y se habían metido matreros (cosa poco probable, pues las vacas del vecino se cotizaban mucho mejor que las chanchas a mi cuidado), lo mejor sería mantenerme encerrado bajo llave (en el ropero había una escopeta que nunca llegué a usar). Y si en el chalet estaba durmiendo el patrón con su esposa, lo mismo: ya se encargaría él de asomarse a ver qué pasaba. Pero esta vez la ansiedad me ganó, y después de dar muchas vueltas en la cama me decidí a intervenir. La improvisación de mis condiciones de trabajo era tales que no contaba ni con una linterna. Me ayudó la tenue luz de una luna en cuarto creciente para ir tanteando la negrura.

Nunca antes me había aventurado sin luz natural hasta los corrales del fondo, atravesando la oscuridad más cerrada, ésa que sólo sobrevive en el campo. Hacia el norte, en el horizonte, allá sobre la ruta, pude divisar tres pobres relumbrones anaranjados fáciles de identificar: el cuartel militar y las dos cárceles. Seguí instintivamente el caminito que se había creado entre la maleza ya alta, con los perros que me seguían detrás, sigilosos, y cuando llegué hasta el alambrado del corral grande me detuve a escuchar con toda mi atención. El viento fresco de la madrugada erizándome la piel y un silencio tenso: eso era lo que me envolvía. Así estuve algunos minutos, como levitando en la cápsula de la noche, hasta que escuché que uno de los perros gruñía detrás de mí. Giré y observé hacia donde el animal apuntaba con su hocico amenazante. Durante un instante creí escuchar ruidos de hierros, algo metálico que tintinaba, y una sombra rastrera que se escabullía entre los matorrales. El miedo me dominó, y regresé corriendo hasta mi departamentito sin voltearme a mirar ni una sola vez. Los perros se quedaron en el fondo, ladrando como posesos. Recién pude conciliar el sueño hacia el amanecer, con la luz del día que apareció por la ventana como un ansiolítico natural.

Nunca supe si fue mi imaginación o lo que escuché y entreví fue real, debo confesar que soy un tipo fácilmente sugestionable. A la mañana siguiente, inusualmente tarde, regresé porque tenía que reanudar la rutina de alimentar a los chanchos. Y sin proponérmelo, lo primero que hice fue revisar los pastizales donde creí haber escuchado a la chancha superticiosa. Y en eso estaba, apartando pastos con los pies, cuando me sobresaltó un “¡Opa opa opa!” gritado en el silencio de la mañana. Era don Aparicio que, a unos cien metros de la alambrada perimetral, arreaba una hacienda de ganado chica, de unas veinte cabezas, al par que revoleaba su fusta para sumar más espamento a la faena. La coincidencia de su aparición, y el hecho de que anduviera con su caballo tan al borde de los límites de la estancia, me llamaron la atención. De hecho, era la primera vez que lo veía trabajando por esos campos. No nos hallábamos tan lejos como para no vernos (en la llanura se adivina a un jinete incluso desde mucho más lejos), por eso levanté una mano en señal de saludo. Pero el viejo no me vio o no quiso verme, y en cuestión de segundos ya estaba empequeñeciéndose contra el cielo de la pampa, en dirección al norte.

No volví a verlo más, hasta que a principios de abril regresé a casa. Por supuesto que yo no creía ni creo en las supersticiones rurales. Pero algo hubo de cierto en sus predicciones: a ninguna paridora le sobrevivió completa la cría, apenas dos o tres lechones, y el patrón entró a preocuparse por el rendimiento a futuro de sus negocios. Si a eso le sumamos la mortandad de gallinas y la tanda de cotorras que durante unos días cayeron de los paraísos como boleadas, el panorama en el criadero era decididamente tanático. Mientras el mecánico jubilado movía la cabeza, viéndome enterrar cochinillos una y otra vez, o poniéndolos a hervir en una olla para dárselos de comer a los perros, a mí me rondaba en la cabeza cierta zoología fantástica salida de las leyendas pampeanas. Claro que nunca se lo comenté: él no estaba para supercherías ni yo para ser tomado por delirante.

Maximiliano Nicolás Sacristán

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Comments (1)

Muchas gracias al Museo por este galardón. Siempre es una alegría verse publicado.
Maximiliano

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