Juan Duarte

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Compartimos con Ustedes el relato que obtuvo el PRIMER puesto en el III Concurso Internacional de Relatos de Campo y Pueblo.

Su autor, Adolfo Santos Barbieri, de 72 años de edad, nació en Villa Elisa, Entre Ríos, en un pueblito surgido de la inmigración piamontesa traída por Urquiza en el siglo XIX.

Se recibió de maestro normal rural y ejerció en zonas rurales en Entre Ríos y San Juan donde vivió por 11 años.

Aunque siempre le gustó escribir, la mayoría de sus relatos los acabó escribiendo a partir de los 50 años. 

Disfruta mucho recreando sus recuerdos de infancia y juventud en los diferentes lugares que le ha tocado vivir. 

Actualmente está jubilado y vive con su esposa en Capital Federal.

Juan Duarte

A Rodolfo Galdino le gustaba pescar. Uno de sus rincones preferidos para sacar una boguita o un bagre era el rio Gualeguaychú  así que, dos por tres, solo o con algún amigo, agarraba la bicicleta, la caña y la cajita con anzuelos, se calzaba un gorrito y se pedaleaba unos 20 km hasta La Suiza. Por esa colonia pasaba el rio en medio de enmarañados espinillos y bandadas de cardenales.

Fue en una de esas tardes de sábado de aquel verano, mientras se espantaba los mosquitos con un manojito de chilcas mirando fijamente la boyita en las barrosas aguas a la espera del pique cuando, casi de la nada, apareció aquel viejito  entre los pajonales. Caminaba con alguna dificultad ayudándose con un lustroso palo que le hacía las veces de bastón. Bajito, barrigudo, con un gran bigote blanco, vistiendo bombachas anchas sujetada con una faja sobre la cual se destacaba un cinturón con rastra y letras bordadas en oro, pañuelo al cuello, y un sombreo de fieltro negro. Se fue acercando despacito.

-¡Opa! Buenas tardes, ¿cómo anda el amigo?- lo primerió Rodolfo un poco sorprendido

-¿´Tá güena la pesca?- preguntó el recién llegado.

-¡Qué va a estar!  Hoy lo único que pica son los mosquitos. ¿El señor es de por acá?

-Soy  y no soy- respondió el anciano arrastrando las palabras con cierto aire de misterio.

-Ajá- respondió Rodolfo y se quedó receloso con un ojo en la boya y otro en el recién llegado.

-¿Viene siempre a pescar? Preguntó el viejo.

-Sí, me gusta este lugar, vengo siempre, La Suiza es un lindo pago.

-Ah m’ijo, esto ya fue bien mejor…

– ¿Hace mucho que el señor vive por acá?

-Sí y no – volvió a responder con aquella dualidad que dejaba intrigado a Rodolfo, aunque no se animaba a preguntar: ¿por qué soy y no soy?…  ¿por qué si y no?…, pero no se animó a preguntar nada y se quedó escuchando.- La verdad yo conozco este lugar desde hace muchos años, de otras épocas, épocas en que por acá andaba más gente, había más movimiento y nadie hablaba de irse a vivir a la Villa…

Mientras lo escuchaba, Rodolfo continuaba fichando la boya, que ni la perezosa corriente del rio parecía querer mover. El viejito, parado a su lado y apoyado en el bastón, se quedó quieto mirando lejos con aquellos ojos chiquitos, de pronto, colocándose una mano en la cintura dijo bajito.

-¡Pucha! Este dolor en el cuadril me está matando, voy a tener que sentarme un rato antes de seguir camino.

Se acomodó un gran facón envainado que llevaba cruzado atrás y despacito, con la ayuda del bastón, se fue agachando hasta sentarse en un pequeño montículo.

-Así que el señor conoció bien este pago- se animó a decirle Rodolfo buscando conversación.

-¿Que si lo conocí? ¡No si no lo voy a conocer! Claro que lo conocí m’ijo. Yo me recorría a caballo todo este pedazo. Iba a Las Pepas, a San Ignacio, a San Miguel y a veces hasta Sagastume e incluso hasta la Villa, primero, llevando tropas y después buscando algún vagabundo.

-¿Buscando vagabundos? – preguntó Rodolfo, un poco nervioso, asentándose una cachetada en el pescuezo para matar un mosquito.

-Yo fui milico, ¿vio? –Dijo mientras se secaba el sudor de la frente con una de las puntas del pañuelo que tenía anudado al cuello – La comisaria  está bien en aquella curva – dijo señalando con la mano temblorosa extendida sin mucha precisión – justito enfrente del almacén del Blanco y doña Rubia.

La verdad que Rodolfo no vivía allí, pero algo conocía, sin embargo no se acordaba de haber visto nunca esa comisaria, mucho menos un almacén de un tal Blanco… Pero no tenía ninguna intensión de contradecirlo. Es más, pensó para sí: este viejito debe estar un poco perdido, por eso dice tantos bolazos. Así que pensó aprovechar su presencia para matar el tedio de esa tarde sin pique.

-¿Y el señor como se llama? -preguntó un poco más distendido.

-Juan Duarte – respondió seco el anciano tentando mostrar, no sin dificultad, las letras JD estampadas en oro sobre la rastra de plata que se escondía debajo de la voluminosa panza.

-¿Juan Duarte? Mire usted. – dijo Rodolfo y añadió – Ese nombre me suena.

-Ajá, pero no será que me está confundiendo con el finado hermano de la Evita Duarte – dijo dando una rizadita – Yo soy de acá mismo, mi padre fue arriero. – Pensó un poquito antes de seguir y agregó-  Pobre viejo, murió de un tiro que le dio el patrón.

-¿El patrón lo mató de un tiro? ¿Por qué?

-Jue a reclamar un potro que le había prometido a cambio de unos trabajos y el desgraciau lo acabó matando.

-¿Pero mire usted, así que en vez de pagarle, el patrón, le metió un tiro? ¡Qué bonito! Fue preso me imagino.- comentó Rodolfo sin dejar de mirar la boya y dándole poca importancia a una historia que le parecía fantasiosa.

-¡Qué va! Ni lo llamaron a declarar, así era la ley por acá, “el que tiene plata hace lo que quiere”, sabían decir – y continuó contando- Cuando mi padre murió, yo tenía unos 17 años y ni facón cargaba, pero cuando cumplí los 23 me pude vengar.

Sorprendido, Rodolfo dejó de mirar la boya, bajó la visera de su gorrito para evitar que el sol le impidiese ver la cara del anciano y acomodándose de costado en el tronco en que estaba sentado le preguntó a boca de jarro:

-¿Usted mató al patrón de su padre?

-¡Ojalá m’ijo!, – dijo el viejo-  sabe que el desgraciau murió al año siguiente que despachó a mi padre, así que me tuve que conformar con su hijo.

Como si le costase entender, medio desconcertado Rodolfo preguntó:

-¿Entonces usted mató al hijo de aquel tipo?

-Jue sí. – Dijo el viejo impasible y se quedó un momento pensando antes de continuar.- La verdad, jue y no jue, porque yo hice una parte y las circunstancias completaron el resto.

-No estoy entendiendo – dijo Rodolfo dejando la caña de pescar en el piso, olvidándose de la boya e interesado, ahora sí, en oír el relato.

-Mire, los sábados a la tardecita eran los días en que el patio del almacén del Blanco y doña Rubia se llenaba. A caballo o en sulky, iban llegando los vecinos y atando los animales en las argollas del palenque o en los viejos paraísos que rodeaban la cerca del amplio patio de entrada. Era una cosa linda de ver tanta gente animada. Fue en uno de esos días, a eso de las nueve ´e la noche y cuando ya quedaban pocos clientes que nos cruzamos con el Abelardo, el único hijo del matador de mi padre. Yo estaba en el patio de atrás, jugando al truco, por las copas, ¿vio? y había empinado bastante el codo toda la tarde. Fue ahí que aquel mozo se paró al lado de la mesa y tambaleándose me señaló con el dedo y dijo: “¿Será que este tape va a tener con que pagar las copas?”

-¿Y usted que le respondió?

Mire amigo, si yo me calentaba fresco, imagínese con unas copas demás. Ahí nomás me paré manoteando mi facón y me le jui encima y él, con un revolver en la mano, sintió la puntada entrando en su barriga antes de tirar el primer tiro. Aunque las peleas no eran raras, el primer tiro, que me acertó en este brazo – dijo tocándose el antebrazo izquierdo- creó un tremendo alboroto. Don Blanco y doña Rubia salieron justo cuando el tipo, con la barriga abierta de lado a lado por un segundo puntazo que le metí, apretaba por segunda vez el gatillo y se desplomaba en el patio de tierra bañado en sangre.

-¿Y se murió en el momento? – Preguntó Rodolfo un poco nervioso al sentirse solo con alguien que había asesinado a un hombre de una puñalada.

-No murió ahí no. Doña Rubia, que era una mujer corajuda, le apretó la panza con las dos manos al condenado que se revolcaba en la tierra quejándose y con un grito le ordenó al marido traer una sábana. Lo envolvieron y como tantas otras veces, el Blanco salió con su Forcito cargando un herido pa´ la Villa. Claro que por aquella época los caminos no eran tan güenos, así que el pobre desgraciau, mal herido y entre tantas sacudidas, se fue desangrando todito y acabó muriendo en el camino. Por eso digo, fue un poco por mi cuchillo y otro poco por las circunstancias del camino, que el diablo se lo llevó. – dijo persignándose ceremoniosamente.

-¿Y el señor que hizo? ¿Fue preso? -Preguntó Rodolfo con cierta angustia.

-Jui preso sí m’ijo. Estuve más de 3 años lavando el patio de la comisaria de Concepción del Uruguay y haciendo los mandados para los milicos hasta que me dejaron en libertad.

-¿Pero el señor no dijo que era milico…? ¿Cómo entró a la Policía después de matar un hombre?

-Mire, ya le dije que las cosas antes eran diferente. Mi patrón, don Fidel, me hizo nombrar policía y trabajé durante 20 años en la comisaria de esta colonia. Yo poco jui a la escuela y casi no sé leer ni escribir, pero usted sí debe saber, fíjese lo que dice acá – dijo ofreciéndole un papel amarillento que sacó de entre sus ropas.

Rodolfo Galdino leyó con dificultad el borroso papel escrito a mano: 

Por la presente, designo como agente de la Policía de Entre Ríos al ciudadano argentino Juan Duarte, nacido el 4 de febrero de 1910, Libreta de Enrolamiento 3.834.621, afincado  en la estancia Los Espinillos de la Colonia San Miguel, propiedad del señor Fidel Canteros. El nuevo agente del orden público cumplió con el servicio militar obligatorio en el Regimiento de Caballería 6, Blandengues, de la ciudad de Concordia y desempeñará sus funciones en la sede Policial de Colonia La Suiza del departamento Colón.                       

Ciudad de Colón, Entre Ríos, 26 de julio de 1937.

Comisario Benedicto Zelaya”

y seguía una firma y un sello con el escudo provincial.

Cuando terminó de leer y releer, intrigado por fechas tan antiguas, Rodolfo levantó la vista para indagar al hombre, pero… estaba solo. El viejo, que había llegado con dificultad, había desaparecido como por arte de magia. Pensó que le estaba haciendo una broma y comenzó a llamarlo: -¡Don Juan Duarte!, ¡Don Duarte! ¿El señor está por ahí?- pero nada. El silencio más profundo parecía haberse adueñado de aquel pedazo del rio.

El sol comenzaba a bajar y pronto seria de noche, entre confuso y medio asustado, Rodolfo guardó aquel papel en un bolsillo, juntó sus cosas, caminó rápido hasta el alambrado, montó en su bicicleta y volvió para su casa.

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-Es pura sugestión tuya – le dijo su mujer cuando él le contó lo que había sucedido.

-¿Y esto no prueba nada? -Le retrucó Rodolfo buscando el papel que había guardado en algún bolsillo y ahora no podía encontrar por ningún lado.

-¿Qué cosa? ¿Qué prueba? – preguntó su mujer ante la falta de cualquier evidencia- Vamos a cenar que te estaba esperando y mañana tenemos que madrugar para ir a misa.

Bastante confuso, sin poder explicarse donde habría ido a parar el papel que el anciano le había entregado, Rodolfo trató de evitar una discusión con su mujer. Fue al baño a lavarse las manos, pasó por el dormitorio para ver a sus hijos que ya estaban durmiendo y se sentó a la mesa sin hablar más una palabra del tema que le seguía dando vueltas en la cabeza.

Al día siguiente, y cuando salían de la iglesia, se cruzaron con doña Laura Zermaten, una anciana bastante animada y conversadora que había sido su catequista y cuya familia había vivido en La Suiza, incluso él conocía la tapera de lo que había sido la vieja casa de los Zermaten no muy lejos del rio. Dejó por un instante a su familia y encaró a la mujer.

-Doña Laura, la señora vivió en La Suiza, ¿no es cierto?

-Sí, ¿por qué me preguntas eso? Nací, me crié y si no fuera por mis hermanos que se vinieron todos para la Villa todavía seguiría allá.

-Le quería preguntar una cosa: ¿usted conoció el almacén de don Blanco y Doña Rubia?

-¡Pero che, como no lo voy a conocer! Era donde hacíamos las compras. Sabés que muchas veces el Padre iba desde aquí para dar misa en un altar que se armaba en un galpón, atrás del almacén – dijo abriendo una sonrisa traída por los recuerdos.

-Y por casualidad ¿usted conoció un tal Juan Duarte?

-¿Juan Duarte? -Repitió la pregunta tratando de pensar la respuesta – Pero eso es historia antigua che ¿de dónde sacaste ese nombre? Ese Juan Duarte ya murió hace más de  40 años. Claro que me acuerdo. Era un hombre bajito y barrigudo que fue agente de policía en la colonia. Aunque yo era chica, me acuerdo que además del revólver reglamentario, siempre andaba con un gran facón atravesado en la cintura. Mis hermanos mayores decían que antes de ser policía había matado a un hombre para vengar a su padre. Pero ¿por qué me preguntás eso?

-Por nada doña Laura, por nada, solo por curiosidad, es que había escuchado algunas historias y no sabía bien si eran ciertas. Disculpe ¿vio? -le dijo Rodolfo y volvió rápidamente al encuentro de los suyos.

-¿Qué hablabas con doña Laura?

El hombre miró a su esposa en silencio por unos segundos y comenzó a hablar con cierta parsimonia como buscando las mejores palabras para hacerse entender.

– Mirá, yo sé que…, mejor dicho, no sé, no consigo entender lo que pasó ayer …

Los chicos corrían y gritaban adelante ajenos a lo que hablaban sus padres. Atrás, el matrimonio caminaba pausadamente. Él hablaba y hablaba sin parar, gesticulando con sus manos y ella, a cada tres o cuatro pasos, se paraba y colocando una mano sobre la boca, se quedaba mirándolo con cara de asombro.

Rodolfo Galdino nunca encontró aquel papel que afirmaba haber recibido del anciano. Rara vez volvió a hablar del tema con su mujer que le decía sentir miedo de solo pensar en esas historias y le hacía cambiar de conversación, pero las escenas vividas aquella tarde jamás lo abandonaron. Volvió muchas veces a pescar al Gualeguaychú, aunque la mayor parte del tiempo lo dedicaba a recorrer cada pedacito de aquel lugar en busca de alguna evidencia para demostrarle a su mujer que no era obra de su imaginación.

En esas andadas, en medio de unos yuyales, justo en la curva del camino que acompañaba el rio, descubrió los escombros de lo que un día había sido la comisaria de La Suiza, apenas habían sobrado unos palmos de las paredes derruidas y un piso de cemento resquebrajado de la salita que había abrigado los “agentes del orden”.  Casi enfrente, en una entrada que conservaba viejos paraísos dibujando un semicírculo, donde debería estar el almacén del Blanco y la Rubia, como le contara el viejo, tres impresionantes silos de zinc habían borrado cualquier vestigio del pasado. Iba a cruzar la calle cuando se paró en seco para dejar pasar, a toda velocidad, una flamante camioneta 4×4 doble cabina con los vidrios levantados. Esperó bajar la nube de tierra, miró los imponentes silos de soja, volvió la vista para la camioneta que se perdía a lo lejos, se dio vuelta para las ruinas de la policía y pensó: dudo que por aquí haya quedado alguna evidencia de Juan Duarte.

Adolfo Santos Barbieri

Plural: 6 comentarios en “Juan Duarte”

  1. Maravilloso cuento, lo voy a leer de nuevo una y otras veces antes de arriesgar decirte nada más sobre él, sino que a mí es así como me gustaría escribir dos o tres nomás para morir contento.

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