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El tambo de Juancito

Historias de Iriarte

cuentos de Oscar Marzol

Juancito vivía con sus padres en uno de los tambos manuales  de la estancia El Amanecer, a cinco kilómetros del pueblito de Iriarte. Ayudaba e imitaba a su padre, en todo.

El tambo comenzaba a las cuatro de la mañana.  Calor, frío, viento, lluvia,  de lunes a lunes sin feriados.  Y allí estaban Juancito y su madre arrimando los animales bajo la pálida luz de un farol a kerosene.  Su padre no comprendía, acaso, que era demasiado pequeño para aquella tarea a la intemperie.  Sí, por supuesto, porque había heredado el mandato de su propio padre.

Bombachita derruida y sucia, rastra negra de lana como el tata, alpargatitas de yute bien mojadas  con el orín y la bosta de las vacas.  Una boinita de vuelo ancho que ayudaba a morigerar el sol y las escarchas, bufanda que le daba no menos de cinco vueltas a su pequeño cuello y unas manitos curtidas y callosas. Atrás, en su cintura, el típico banquito de una sola pata donde solía descansar mirando cómo su padre ordeñaba cada una de las veinte vacas, que ya conocía por su nombre propio.  Más de una vez se quedó dormido apoyado en la pata de la vaca en ordeñe, con la monótona música del chorro golpeando en el balde de chapa.

Un tazón gigante y bien caliente  de leche entera recién extraída, sólo con un pedazo de pan y un poco de azúcar, era su cotidiano desayuno.  Un enjuague ligero y con frío en invierno,  que su madre preparaba en una gran olla en el fogón permanente.

Siete de la mañana ensillando la petisa “Mariposa”, buena como él pero fiaca para llevarlo hasta el colegio; su maletín colgado en cruz sobre la espalda y un último pedazo de pan para alegrar el viaje.

Sueño…, de ninguna manera.  El más despierto de la clase porque ya llevaba horas mascullando vivencias, dolores, pensamientos y el consejo permanente de sus padres que lo alentaban a no repetir sus propias experiencias de la ignorancia.

La maestra le tenía especial admiración porque nunca exhibía una queja y el 9 de julio, después del acto patrio, le entregó un sobre cerrado para su padre.  Cuánta intriga y cierto temor para Juancito que conocía de notas en el cuaderno.  Lo entregó sin pronunciar palabra y quedó varios días a la espera de posibles represalias.  No hubo tales y pronto se olvidó de aquel sobre…

A su regreso, al tranco, después de cada mediodía, sus padres lo esperaban para compartir el almuerzo.  Dormía dos horas de siesta, hacía sus deberes y con la honda colgada al cuello, se dirigía al monte cercano con la intención de cazar alguna torcaza.  Caía la tarde y su imaginación sobre el ya amarillento sol del oeste, lo llevaba hacia el futuro promisorio que sus padres avizoraban.

Lejos de allí, en la ciudad de La Plata, Juan, rodeado de entusiastas compañeros, transcurría ya el último tramo de su carrera de ingeniería.  Dotado de una estampa distinguida, bien vestido, perfume francés, anteojos oscuros y zapatitos lustrados, disfrutaba las noches con su linda novia y su grupo de amigos.  No era demasiado comunicativo pero su perfil de buena gente generaba cariño en aquellos que lo rodeaban.  Le gustaba madrugar, aún en su cansancio y salía a practicar ejercicios en el Parque Saavedra.  Cada tanto se sentaba junto al lago y mirando los gansos y los cisnes, mientras arrojaba bolillas de paraíso que había acopiado en su campera, se preguntaba si conseguiría trabajo rápidamente porque había acumulado algunas deudas.  Por supuesto que sí, ya que se tenía casi demasiada confianza. Pero aún faltaba un poco…

Cuando rozaba sus veintitrés años le comunicaron que su padre había muerto y quedó desconcertado. Por razones de estudio había dejado de frecuentar los encuentros familiares y esto le generaba angustias permanentes. Pero así es y será la vida de casi todos, se consolaba.

En la empresa constructora de los ingenieros Salomón y Alfaro, en Buenos Aires, su gerente general Juan Sagardía, casado y con dos hijos universitarios no toleraba desvíos, falta de dedicación, liviandad en los proyectos ni reclamos permanentes.  Había que trabajar sin mirar el reloj. Qué lo convencía que así deberían ser las cosas.  Su gente solía decirle para qué tanto esfuerzo si la remuneración no estaba acorde con las necesidades individuales. Para ellos nada marcaría la diferencia entre una y otra forma de hacer las cosas.  Y a él lo rebelaba.

Cincuenta años después de aquella carta que le entregara la maestra a Juancito, Juan Sagardía, jubilado, regresaba a Iriarte convencido de un retorno definitivo.

Llegó al tambo donde transcurrió su niñez, que ahora era mecánico.  Allí estaba su anciana madre convertida en ayudante de cocina de los nuevos moradores. En una latita de chapa, amarillenta por el paso del tiempo estaba la carta donde alguien anónimo se comprometía con su padre para que el hijo continuara sus estudios secundarios en Junín y universitarios en La Plata.

Juan siempre presintió que su padre había contraído una deuda de honor sin saber con quién…

Descendió de su auto, llegó hasta la casa, guardó minuciosamente su ropa de vestir y los zapatos.  Había traído consigo una bombacha bataraza, una faja negra, una gorra de vasco y un par nuevo de alpargatas de yute. Así vestido salió rumbo al casi desconocido corral.  Aspiró profundamente el aire inconfundible de un tambo y caminó entre animales que parecían reconocerlo. Con paso cansino se dirigió hasta el monte vecino pero ya sin su honda al cuello.  Giró su cara hacia el poniente y recordando a su padre y la petisa “Mariposa”, decidió que ya no volvería a vivir en la gran ciudad.  Sintió que la educación le había proporcionado bienestar y cultura pero también le había robado mucho de su felicidad…

Su madre y los recuerdos lo aferraban a aquel pequeño pueblito…

Oscar Marzol

                                                                                            Buenos Aires, 17 de abril de 2021

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Comments (2)

Que intriga, quien sería el benefactor?.-

Nicolas Paganini

Hermoso cuento Sr Marzol, me hizo caer las lagrimas. Felicitaciones!

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