por Oscar Marzol
Cruzando la primera calle, en la manzana siguiente, siempre hablándote sobre la cara de la ruta que daba al sur, vivÃan Don Manuel Anca DÃaz, Abel Verdún, Nito Marzol y Ramón Marzol .
Manuel – Manolo – Anca DÃaz ( serio, demasiado serio, ceremonioso, amante de los caballos de trote y de sus carreras, padre de quien luego serÃa nuestro veterinario, el Negro ( chivo ortigado ) Anca ; era dueño en realidad de toda la manzana, incluida nuestra casa (la de Ramón). En el resto de la misma y en la esquina oeste que daba hacia atrás vivÃa, en una prefabricada de madera Don Juan Perini ( padre de tantos ).
La superficie de terreno enmarcada por las casas enunciadas, estaba destinada a un gran solar cubierto de frutales – debidamente, aunque ya un tanto deteriorado -, enmarcado con alambre tejido romboidal, con sendas puertitas de cierre automático por resorte, privativo de Manolo.
Detrás de Abelito Verdún y su señora Martina, a quien luego sucedió Belisario Cuello en lo que siempre fue una carnicerÃa, habÃa un pequeño patio de flores – que lindaba, tapial por medio con nuestra casa – y luego una importante superficie destinada especÃficamente al negocio carnicero. AllÃ, en un gran arco de madera, se faenaban los animales ; eran matados en cualquier lote donde se los tenÃa pastando y ya llegaban hasta allÃ, degollados, en una chata playa y baja, de madera. El espectáculo – vedado al público – podÃa ser presenciado trepando entre los huecos que dejaban las juntas de barro, carcomidas, del tapial de ladrillos y asomando la cabeza, hasta ser visto ó, en el mejor de los casos con la anuencia consentida del “carnicero†te permitÃan compartir con Belisario y el gordo Reyes, todo el proceso. Lo cuereaban, lo desvisceraban, trenzaban los chinchulines, separaban la grasa que derretÃan en una enorme olla de fundición, colgaban la res en el aludido arco y con una sierra manual grande lo dividÃan en dos, para asà presentarlo en “dos medias reses†en el local de ventas. Con gran esfuerzo Belisario los enganchaba en dos terribles ganchos – seguramente su imagen aumentada en aquel entonces, por nuestra niñez – y con aparejos a cadena las iba lentamente levantando hasta que quedaban verticales, con el cogote hacia el piso. Era aquel un terreno medio tétrico, lleno de sangre, pelos, sebos, patas, pezuñas…….y moscas.
Una imagen repetida y cotidiana, eran los perros saliendo por debajo del portón de chapas –color rojo – que daba a la calle, con algún resto del pobre animal.
No lo conocà mucho a Abelito. Sólo recuerdo que lo visitaban los Quintana, de Vedia, a quienes les gustaba la música folklórica y el tango y siempre se armaba algún concierto. Martina – su mujer – era coqueta, y dura de carácter. Cuánto costaba ir a buscar la pelota que se nos escapaba por sobre el tapial.
Belisario, su sucesor, en cambio, era un tipo para prestarle atención. Siempre contento, a cada cliente – hombre o mujer – él le tenÃa asignado un sobrenombre y siempre lo decÃa con algún acento musical. Mientras tanto, anotaba en las tradicionales engrasadas libretas de cuenta corriente – de inefables tapas negras – colgadas de un simple hilito en un clavo, aquellas mercaderÃas que te habÃa entregado y aún un poquito más. Pero todos lo sabÃan y todos lo aceptaban. Devoto peronista, decÃa que Perón los manejaba a todos como tÃteres desde España y que tarde ó temprano volverÃa – a pesar del viejo Ramón, radical, a quien tantos asados y cargadas le ganó y le gastó – . Y el viejo Perón…, volvió.
Nito Marzol, en la puerta contigua a Belisario, tenÃa su piecita de soltero empedernido ; un ropero vidriado para las pilchas, una camita con elástico metálico, un revólver, una linterna sobre la mesita de luz y una puerta con tranca de hierro desde su lado, que le permitÃa pasar al baño de nuestra casa, pero nosotros no ingresar a la de él. Para destacar : una foto de su paso por el servicio militar y otra con su hermano Pacho. SÃ, era para tener en cuenta, la puerta celosÃa de chapa, plegable en cuatro, color marrón, que anticipaba su entrada. Sólo se repetÃan en las dos puertas posteriores de la nuestra. En la vereda, alguno de sus coches fantásticos como un Chevrolet antiguo, un Chevrolet Impala, una coupé Torino, todos pintados de rojo y amarillo.
Ramón Marzol, Pola y nosotros, creo que en la casa más larga del pueblo – entre la cocina y el baño, habÃa unos treinta metros -. Bien tipo chorizo, con un gran corredor interno cubierto que vinculaba todo.
Allà Pola, a quien tanto le gustaban los colores, pintaba todo. Las paredes del comedor y los dormitorios lucÃan desde un rojo ladrillo, verde hoja, amarillo huevo ; en cada uno de los doscientos vidrios repartidos que tendrÃan las ventanas, ella puso su marca con la punta del pincel, a modo de mariposas de colores. En el medio de aquel corredor un gran hogar a leña para el invierno y sobre una mesita esquinada un televisor “en blanco y negroâ€. TenÃamos un juego de sillones de cuero, verdes, grandes, pesados, a los que accedÃamos tomando carrera desde la cocina o entablando las mayores luchas, para terminar en el suelo. Nunca más me sentarÃa tan cómodo, como entonces.
En el patio interno – lindante con la Martina – un olivo viejo, un monte de mandarinas, un molino, una pérgola con glisinas ; más allá del correspondiente tejido protector, el sector del gallinero, un precario baño con bañera y todo, un lavadero, un gran horno para el pan que se metÃa en una habitación que la Pola destinaba a sus clases de pintura ( ( ella pintaba, tocaba el piano, tejÃa a la perfección, representaba máquinas de tejer como la Wanora, tenÃa boutique, sembraba papas, cebollas, ajos en cantidades industriales y jugaba, jugaba y jugaba al chinchón ) , un excusado oculto y la piecita del motor “Listerâ€, con su baterÃas, que alimentaba la casa. Por supuesto, si Ramón estaba cerca. Años más tarde nos construyeron una piletita circular de cemento, de unos cincuenta centÃmetros de profundidad y cuatro metros de diámetro, debajo de un añoso pino. Para nosotros……era olÃmpica. Tampoco faltaban el galpón grande para los vehÃculos, un tinglado semicubierto y el galpón chico, sin puertas, para la leña y el tambor de gasoil.
Detrás de todo aquello, otro lote, lindante con los frutales de Manolo, con una pileta de agua para los caballos, donde salvajemente ahogábamos infinidad de pichones de gorrión que sacábamos de las entrechapas de los techos ( ¡ esa maldad era innata ! y seguramente la base de las agresiones futuras – ó estaré hablando al pedo ?! ). Un hermoso palomar circular de ladrillos (¡ si le habremos afanado palomas…. ! ). Haciendo esquina con don Juan Perini, un pequeño lote cercado, con algunos laureles viejos, un ombú mediano y una pileta de dos por dos y un metro de profundidad, donde Pola engordaba algún chanchito, a quien nosotros alimentábamos con las sobras de la comida. En el medio del lote restante, el más hermoso ombú que se haya visto jamás. ¡ Jugábamos en su copa !. Con el tiempo, un primo nuestro, llamado “Agustincitoâ€, quien se casó con la hija de Manolo ( Ana MarÃa ) decidió que el bello árbol le molestaba para guardar dos tractores y un arado ( en media manzana ), lo desplomó, lo cortó y lo quemó ( ¡ qué p……… ! ). Después, se fue a vivir a otro pueblo.
Volviendo a nuestra casa, en la esquina con ochava que daba a las vÃas estaba un salón con techo de pinotea y ladrillos – ex almacén de ramos generales de la familia DÃaz – en donde funcionó durante mucho tiempo la “capilla del puebloâ€. En ella jugábamos al fútbol los dÃas de lluvia, bajo la protección de Santa Teresita, la patrona del pueblo, a quien en más de una ocasión le dimos un pelotazo. Doña MarÃa Carassai era la encargada del culto y la responsable ( ¡ pobre !) de reponer para la próxima misa, cuantos floreros habÃan desaparecido gracias a nuestra gran punterÃa. Ni hablar de la cara de los feligreses al ver la original decoración de la Iglesia, con pintura de pelotazos en las paredes blancas ( nosotros….rezando con las manitos juntas y sin mirar para los costados…). No obstante ello, allà tomé mi primera comunión, junto a mi hermana Susana, con el cura Walter. Una vez construida la capilla oficial, el ex ramos generales y ex capilla ardiente, se convertirÃa en la boutique de Pola.
Algún dÃa describiré con mayor grado de detalle las caracterÃsticas individuales de mis padres y hermanos. Hoy estoy queriendo mostrar mi pueblo.
Ni hablar de los dÃas de lluvia. A lo largo de la cuadra, la cuneta que daba al predio del ferrocarril tenÃa no menos de tres metros de ancho y casi uno de profundidad. Frente a la carnicerÃa de Belisario estaba el tramo más ancho y limpio de la calle. Allà convergÃamos los Marzolitos, con Ramón incluido, Lucho Peroni, Haroldo y Tito Mateljan, Morocho Etcheto, Carlitos Agraso, Peco Amicucci, y muchos otros y el partido se convertÃa en una mezcla de fútbol, trabadas, resbalones, empujones a la zanja hasta que todos y cada uno quedábamos empapados y mugrientos…. ¡ qué me van a hablar a mi de fútbol !….
Cruzando la segunda calle, Los Romitti, cuyo lÃder era “el pibe†y su mujer la René Donis ( la maestra torturante que me asignaba la declamación de versos en la escuela número cinco ), a quienes reemplazaron los Peroni, en lo que siempre fue una fonda. Tuvieron dos plagas importantes en el negocio ; primero, los mellizos Marzol, que no dejaban manà con o sin cáscara, ni quesito cortado a cuchillo ; luego Corina implementó creo que el primer sistema universal de cubierto con precio fijo y comida libre, hasta que apareció Juan Nicolás como parroquiano de turno, solicitando hasta ocho milanesas y doce huevos fritos. La fonda tenÃa los cálidos pisos de pinotea en listones largos, ruidosos, unas mesitas para el juego y un billar ; en un pequeño salón contiguo, verdulerÃa y heladerÃa, con los exquisitos helados “Calziaâ€; sobre el patio interno, dos ó tres piecitas para huéspedes, una bomba sapo, una letrina y un galpón ; más atrás el gallinero y entre todas las gallinas el muy recordado “boby†( ¡ qué perro hijo de puta, aunque nosotros no lo éramos menos porque vivÃamos tirándole piedras con la honda desde nuestros dormitorios, amparados por unas lindas rejas ¡ ) . Los González ( peluquerÃa ), mientras él cortaba el pelo en un gran sillón giratorio, con la tÃpica, afilada y sensibilizante navaja con mango de nácar, mojándote cada tanto con una especie de perfumera grande niquelada que accionaba con un fuelle de goma rojo, su mujer – petisa, redondita, sin cintura, morocha, con sus caracterÃsticos anteojos de aumento enmarcados en carey negro – se acodaba invariablemente en una vitrina acorde con su estatura, repleta de carreteles de hilo de coser, cordones, peinetas, invisibles, botones y tomaba uno y otro y otro mate. Cuenta la historia que un dÃa alguien estaba cortándose el cabello, cuando de pronto irrumpió un conocido que en un descuido le habÃa chocado el automóvil estacionado. No tuvo el agresor mejor forma de encarar la conversación que decirle “chocamo amigo…†( buena imaginación para confesar un delito e imponerle un efecto sorpresa al que estaba tranquilo en la peluquerÃa ) . González era un tipo duro y a nosotros nos tenÃa en la mira porque le afanábamos los duraznos de la quinta que tenÃa en la manzana de la cancha de paleta – en una siesta, lo vimos venir y al correr, Omar se cortó muy fuerte la cara con un alambrado de púas que en la desesperación, no distinguimos.
Siguiendo en la misma vereda, un lote con algunos frutales y luego el almacén de don Pedro Horacio y doña Pepa ( le alquilaban la propiedad a Pepe Romitelli ) ; cómo no recordar el frasco grande con boca ancha y sin tapa, lleno de “manÃes japonesesâ€, o las “gallinitas de licorâ€, los “alfajores de maicena†debajo de una campana de cristal ó el “frasco de bolitasâ€. Y a ella, a la Pepa, que caminaba y caminaba detrás del mostrador, cortando un poco de fiambre, un pedazo de dulce de batata en el legendario tarro circular ó el dulce de membrillo, envuelto en papel celofán en su cajoncito de madera. También recuerdo los dos escalones de la entrada que nos permitÃan llegar hasta la manija de la puerta.
Haciendo esquina, las madreselvas del lote de Pepe Romitelli, dueño de media manzana. Era largo, flaco, de pocas palabras. Luisita, su hija mayor, profesora de piano y tutora de su hermanita Carmen, quien padecÃa de una leve minusvalÃa mental.
Detrás de todo ello, en la misma manzana, haciendo esquina con la plaza, sólo estaba el almacén de ramos generales de don Ernesto Amicucci y su mujer, doña Teresa. Petiso, afable, solÃa apoyarse – en la vereda – sobre la pared de su negocio con una patita flexionada, escarbadientes que pasaba de un lado a otro y lapicito en la oreja. Conversaba, contaba anécdotas y cuando llegaba algún cliente, se metÃa al negocio. Tuvo cuatro hijos : Peco, quien lo sucedió en el negocio, Nilda ( muy linda mujer ), Normita con cierto grado de discapacidad pero estaba siempre en el negocio y su conducta inspiraba mucha bondad y Cristinita, la menor, rebelde, revolucionaria, emprendedora, artista ( ¡¡¡ si hasta fue intendente del pueblo !!! ). El resto de la manzana era todo campo.
Hermosas Historias de mi segundo pueblo. Iriarte, donde alli comparti hermosos momentos por alla al principio de la decada del ´70.- Los Felicito.