Historias de Iriarte
Cuentos de Oscar Marzol
Bien pudo haber nacido en nuestro pueblo de Iriarte, en algún pueblo vecino o simplemente…en un lugar imaginario.
Eran casi las 7 de la tarde del 26 de Febrero de 1954. CorrÃa una suave brisa en los interminables pasillos con mosaicos mantenidos a lampazo, del viejo hospital de San Genaro. La ciudad pequeña pero muy intensa en su actividad – albergaba grandes talleres ferroviarios – se preparaba para el final de una jornada normal, a la que aún le quedaban unas dos horas de luz natural.
Azucena Abramonte estaba envuelta en un liviano camisón y calzaba unas chinelas color azul, preparándose para la operación en uno de sus riñones, que le practicarÃan en las primeras horas de la jornada siguiente. Recién se habÃan retirado su marido y uno de los hijos, dado el cierre del horario de visitas. Su cena preparatoria – anunciada para las 7 y media, serÃa extremadamente fugaz y prácticamente lÃquida, con el agregado de una gelatina de manzana.
No estaba demasiado cómoda ya que compartÃa su espera con otras cinco pacientes en la misma sala y eso le causaba una sensación extraña.
Salió a caminar lentamente por el amplio pasillo y se detuvo frente a uno de los grandes ventanales que daban hacia la parte posterior del establecimiento. Estaba abierto. Ella aprovechó para apoyar sus codos sobre el marco con las manos hacia afuera y comenzó a observar detalladamente cada imagen que le transmitÃan sus azules ojos.
Allà nomás, a escasos centÃmetros, sobre el encuadre de material de la ventana, cruzaba una legión de hormigas negras con sus cargas, a pesar de estar en el segundo y último piso de la torre. Su hormiguero estarÃa cerca?, en algún recodo de los techos?, vendrÃan desde la planta baja y de ser asà llegarÃan esa misma noche hasta allà ó quedarÃan transitoriamente en algún punto intermedio para luego continuar el viaje ?… (al fin y al cabo–pensó – , ella también estaba en un segundo piso donde permanecerÃa unos dÃas, cuando en realidad vivÃa lejos de allÃ, en una casa sobre tierra firme). ¡Cuanto más las miraba, más preguntas y preguntas venÃan a su mente!
Volteó un segundo su cabeza hacia el interior del pasillo, con la insana pero descontrolada decisión de encender un prohibido cigarrillo y se encontró con la mirada firme de uno de los guardias que le adivinó la intención.
Retomó la observación y recorrió el enorme parque poblado de las rosadas flores de los “palos borrachosâ€, la copa de los eucaliptos, fresnos, jacarandaes, pinos y el jolgorio de las cotorras, zorzales, gorriones, horneros …Un poco más allá, algunos en bicicleta, otros tomados de las manos, chicos en un encarnizado partidito de fútbol, nenas en las hamacas, padres tomando mate y …el sol, el maravilloso sol que todo lo puede y maneja, ocultándose lentamente en el horizonte. ¡Todo parecÃa tan alegre…!
Y… si fuera aquella la última tarde de su vida ?…reflexionó
HabÃa sido una hermosa mujer en su juventud. No lo era menos entonces, pero ya no tenÃa la frescura, ni la figura, ni la fuerza que le permitÃan sentirse como dueña del mundo, mirada con envidia femenina y exaltación masculina, capacitada para hacer y deshacer lo que se le ocurriera, en fin, sentirse grande, grande…muy grande. Se casó con un hombre afortunado, viajó, disfrutó, paladeó las delicias del poder, malgastó dinero y sentimientos y poco a poco se encontró con la penosa pero no menos digna situación de recurrir a un hospital público. Soportó trámites y más trámites, esperas y más esperas, turnos y más turnos, pero su interior estaba casi intacto y logró estar donde tenÃa que estar aquella tarde.
No dudó un instante en responderse que aquella serÃa una operación casi de rutina y que en poco tiempo su vida se normalizarÃa. Sin embargo, se sintió tremendamente sola…
Qué habÃa hecho con su vida ?….PodrÃa haber cambiado muchas cosas…? DebÃa haber optado por alternativas diferentes…? Cuántas preguntas, frases, gestos, caricias, besos y abrazos, perdones, quedaban pendientes esa tarde para muchos seres a los que querÃa…Muchos, muchos…muchos. Siempre habrÃan estado pendientes – razonó – aunque en ese especial momento ella los concientizaba claramente.
Y,…si todo salÃa bien, serÃa capaz de corregir los errores, trabajar los reencuentros, suavizar los enconos y exteriorizar las emociones?… Se respondió que serÃa sublime pero quizás – asà y todo – aún no estaba convencida de llevarlos a cabo. Y se sintió–por primera vez – pequeña, pequeña, muy pequeña.
Le dio bronca, miedo repentino, angustia y una tibia lágrima rodó por su mejilla…
El ruido del carro con las comidas recetadas para cada paciente la sobresaltó. Avanzaba hacia su sector. Dejó la ventana, ingresó a su sala y a un costado de su cama esperó la cena…
Todos cenaron en silencio, aunque en ella la convulsión interior disparaba flashes de caras, lugares, vestidos, risas, músicas, sabores, emociones. Miró – disimulada pero detenidamente – a cada una de las compañeras de cuarto, en el sentido de las agujas del reloj. Una, vieja y semi-postrada, a quien su marido habÃa consolado toda la tarde con la frase hipócrita que pronto caminarÃa normalmente; otra, extremadamente delgada, con infección en su pierna derecha derivada de su adicción al alcohol y a quien nadie visitó; otra, jovial pero con una enfermedad terminal, que ella sà estaba dispuesta a combatir; otra, que hablaba sola permanentemente, seguramente equivocada de sala; su vecina más cercana, operable de la cadera al dÃa siguiente y que la sometiera al más elaborado interrogatorio personal de su vida y …finalmente, ella misma.
Se habrÃan acercado cada una de ellas a una ventana – al menos, figurada – para reflexionar como ella…? ¡Le dieron muchas ganas de interpelarlas pero le pareció inoportuno!
Rita, la enfermera, le alcanzó dos pastillas y se quedaron charlando un largo rato.
Azucena le preguntó sobre su vida dedicada a ese trato tan cercano y personal con gente que pasa súbitamente de una vida Ãntegra en salud, inmersa en el movimiento de la ciudad, integrada a las noticias, matizada con fiestas, juegos, viajes, familia, trabajo, amigos y… de pronto – como ella – se encuentran solos, porque el mundo no se detiene – ni aún los afectos más cercanos – .
Rita, por experiencia, creyó entender que Azucena precisaba una respuesta que le devolviera un poco de optimismo. Le dijo “Mirá nena, muy difÃcilmente cuando estamos sanos evaluamos nuestra inexorable mortalidad….Si la pudiéramos asumir, tampoco la podrÃamos controlar….Si la pudiéramos entender, irÃamos a contramano del resto, pero no podrÃamos vivir con ellos…Si la enferma sos vos, te preguntás por qué los otros no se detienen para hacerte sentir imprescindible… Si los enfermos son los otros, vos tenés un montón de ocupaciones como para dedicarles mucho tiempo…Creo, que cada uno en la vida, tenemos asignadas una ó dos muletas –no más – que son ó somos, según el caso, aquellos que no ponen ó ponemos excusas ante un similar que nos compromete “hasta el almaâ€â€¦ Me parece que es hora que dejes de meditar tanto, cierres los ojos, pienses – por que estoy segura y asà lo deseo – que tu operación será exitosa y te duermas de una vez por todas, porque yo tengo que seguir visitando otras pacientes. Le dio un beso y se fue.
Azucena se quedó sin preguntas, para tantas respuestas…
Oyó el arranque de una locomotora de vapor con su pito entrecortado, se metió en el humo, en un viaje imaginario y placentero…y se durmió.
                                                             Buenos Aires, 14 de marzo de 2008
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como siempre es imposible no ser parte del relato!!!!
Un cuento en el que podemos proyectarnos, una pintura de la fragilidad de la vida!!! hermoso!!!