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El viaje de Sabino

Compartimos con Ustedes el relato que obtuvo el Sexto puesto en el III Concurso Internacional de Relatos de Campo y Pueblo.

Su autor, Mauricio Abal, nació y reside actualmente en la ciudad de La Plata. Es Licenciado en Psicología y docente de la Cátedra Psicopatología II de la UNLP.

Ejerce como Terapeuta y psicoanalista en dicha ciudad.

Ávido lector, participa desde el año 2017 en distintos talleres de escritura.

El viaje de Sabino

La mañana anterior a que el cartero trajera la misiva, Sabino había estado pensando en el Tata. Mientras la modorra aflojaba y se alistaba para ir al maizal, recordó las veces que siendo gurí lo llamaba para hacerlo sentar en el piso, frente a él y a la orilla del fogón blanco. Desde su taburete, con el amargo al alcance, le platicaba sobre los tiempos del ñaupa, otras gentes y sobre cómo eran las cosas. Sí, porque el Tata sabía cómo eran las cosas. Su hablado tenía una gracia enorme y era como cantadito. De repente se quedaba con la mirada perdida en el horizonte, como si rebuscara entre los recuerdos, y volvía a hablar, mientras arrojaba alguna ramita al fuego generando algún chispazo.

De mozo, el Tata había recorrido el noroeste y las pampas. Supo ser yegüero y arrenquín, hasta que llegó a arriero, y siempre hablaba de su alazán, al que había bautizado “Tostado”, que tenía el color del fuego y una extraordinaria resistencia. El Tata quiso mucho a ese animal. Hubo de domarlo él mismo y a la “manera antigua”: primero lo enlazó y lo boleó, hasta que bien maneado le colocó el recado y lo castigó con el talero desde el primer brinco, para que se fuese entregando. El potro era bravo y se resistía, pero el Tata era más duro. Finalmente, cedió al amansamiento.

También, en sus tiempos, fue diestro en el malambo. Contaba que solía atarse un facón en cada pierna y en tanto hacía los movimientos, el repique sonaba por entre el choque de los cuchillos. Una vez se animó a clavar los facones con media hoja afuera y zapatear a su alrededor. Muchos gauchos terminaron con las botas de potro tajeadas y grandes heridas en los pies, pero no el Tata.

Sabino lo escuchaba atentamente. Desde el piso miraba su cara curtida, su boina negra tan característica que le cubría ese pelo siempre gris, su bigote ralo, su barriga abultada y sus manos callosas que, con lentos movimientos, acompañaban lo que decía. Y cuando terminaba, Sabino recibía una tortilla y una palmada en la espalda que lo habilitaba a volver a los juegos. Pensaba que algún día sería como el Tata y que tendría sus aventuras para contar.

Cuando esa mañana, el mensajero se bajó del caballo y cruzó la tranquera, Sabino supo que no era un buen agüero. Dejó que la Ernestina le leyera la carta. Era de la mama y no decía mucho: el Tata estaba mal de salud y lo quería ver. Allicito nomás, se aliñó juntando lo necesario para el viaje, tomó su machete y preparó el apero del tiznado. No era el afamado “Tostado” de las historias de su infancia, pero era un animal fiel que cumpliría con el cometido de llevarlo. La Ernestina le dio una matra por si la noche lo sorprendía en el camino, le preparó un termo con café y, dentro de una bolsita, puso unos charquis para que entretenga el estómago si le daba hambre y no daba con alguna pulpería cerca. Le encomendó cuidarse, lo besó y se quedó en la puerta, mientras Sabino y su caballo se alejaban.

De pasada por el casco de la estancia, se encontró con el Anselmo, el capataz, que como buen baquiano, lo orientó acerca de los mejores caminos y atajos. También lo convenció de que no fuera a ver al Tata sin pasar antes por lo de la Meica. Ella sabía de yuyos medicinales más que cualquier curandera, y si alguien podía hacer algo por el Tata, seguramente era la Meica. Un desvío que iba a retrasarlo unas horas, pero del que no se arrepentiría.

Avanzada la mañana, divisó el rancho: una vivienda sencilla hecha de adobe y techos de paja. La vio parada junto a una olla humeante, revolviendo algún mejunje que no olía nada bien. Tenía la cara con tantas arrugas que los ojos parecían cerrados, el cabello blanco y tirante que culminaba en un rodete en la nuca, y un largo vestido desteñido con abrojos pegados en el encaje ancho. Sin mirarlo, saludó a Sabino. Sabía a qué venía, sin que este hubiera llegado a explicarle nada. Le indicó dónde estaba el abrevadero para que su caballo bebiera agua y le pidió que lo esperara un momento.

Ese momento se iba prolongando demasiado para Sabino, pero cada vez que intentaba abrir la boca, la Meica lo callaba. Hasta que entró al rancho y volvió con un frasco en el que virtió algo de ese mejunje de yuyos mientras le decía: “artemisia, marcela, citronela, urucum…” y vaya uno a saber qué otros nombres raros más. “Dale esto a tu padre”, le dijo. “¿Pero cómo sabe…?”, quiso preguntar Sabino, pero la Meica lo interrumpió: “Llevate esto que, llegado el momento vas a necesitar, y ahora andate que se te hace tarde”. Le dio una tacuara, un pañuelo doblado que olía a perfume y una caja de fósforos. Sabino no entendía nada, pero cuando levantó la vista, la Meica había cerrado la puerta del rancho.

Montó el tiznado y emprendió el viaje hacia lo del Tata. Cabalgó durante horas, bajo un sol que se hacía sentir, pero el viento de la zona resultó un gran aliciente. Decidió estirar las piernas y alivianarle el peso a su caballo, e hizo un breve tramo a pie. Las lonjas de carne salada habían sido una buena idea de la Ernestina. Lo mismo que el café, salvo por las ganas de orinar.

Encaró hacia los pastizales y en el momento justo en el que comenzaba a evacuar, apareció una yarará de unos 120 cm de largo. Menudo julepe se pegó el Sabino, que con las bombachas bajas quiso retroceder, tropezando y cayendo de bruces. Más rápido que ligero, tomó el machete y le asestó un golpe tan certero que la víbora quedó retorciéndose sin cabeza. A gatas se salvó del escamoso animal, que había empezado a mostrar sus colmillos. Pero el tiznado se asustó peor y huyó corriendo hacia el monte, dejando el recado y las pertenencias de Sabino desparramadas tras de sí. “¡Ahijuna!”, grito ofuscado, y respirando hondo, comenzó a juntar todo lo que su caballo dejó tirado.

Caminó largo rato. Atravesó todo el terreno de hierbas y arbustos siguiendo las huellas del equino. Cruzó un arroyo, y continuó por un claro hasta que, a lo lejos, lo vio echado. A pesar del enojo, Sabino se alegró y aceleró el paso. Pero a medida que se acercaba por detrás del tiznado, algo le decía que la cosa no era normal. Estando a unos metros, le impresionó que el vientre de su caballo se encontraba abierto, y por detrás asomaba el cuarto trasero de un animal amarillento, con una cola que terminaba en una mata de pelos a modo de brocha. Sabino no daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. ¡Un león! ¡Un león en medio del campo! El enorme felino se percató de la presencia del gaucho y saltó por sobre el cuerpo muerto del tiznado. La melena lo hacía parecer mucho más grande y la mandíbula mostraba unos enormes caninos manchados con la sangre del caballo. Un rugido ensordecedor hizo que Sabino dejara caer todo lo que llevaba encima. Pero ningún hijo de su Tata iba a acobardarse. Tomó el machete y se lo arrojó con tanta mala suerte que solo alcanzó a rozarlo, azuzándolo más. Fue entonces que recordó a la Meica y su extraña yapa. “¿Cómo lo supo?”, pensó. Pero no había tiempo para hacerse preguntas. Tomó la tacuara, sacó de su bolsillo el pañuelo y envolvió la punta, que encendió, tras probar con varios fósforos que se habían humedecido en el cruce del arroyo. Agazapados, gaucho y león, se medían girando en ronda, hasta que Sabino se dijo “Aura”, infundiéndose ánimo, y acercó la larga antorcha improvisada a la cabeza del animal. Un chasquido, algo de melena chamuscada y el león, que se había mostrado tan fiero, retrocedió y se alejó, dando por finalizado el breve combate.

Sabino se sentó un momento en el suelo, mientras lo miraba alejarse. El cuerpo todavía le temblaba, pero se sintió victorioso. Volvió a juntar sus cosas, se despidió de su tiznado y retomó la marcha.

Hacia la noche, hizo pie  en una tapera. Exhausto, se envolvió en la matra y se durmió hasta la mañana siguiente. Se despertó con la fresca y sintió que las tripas le crujían de hambre. Ni un solo charqui. Entonces, no quedó otra que volver al camino. Si bien, no estaba lejos, aún quedaba un buen tramo. Dejó atrás la precaria vivienda abandonada y luego de una hora de caminata, divisó a lo lejos a un paisano que manejaba un tractor. Le hizo señas y le gritó, hasta que el buen hombre lo vio. Sabino fue convidado con mate y pasteles en el rancho del paisano, y posteriormente fue arrimado con el rastrogero diesel, modelo ‘69, hasta lo del Tata. En el viaje supo de un circo que había llegado al pueblo la semana pasada, y del que se decía se había escapado un león. Pero para el hombre eran solo cuentos para quedarse y promocionar el espectáculo. Sabino no dijo nada.

Al llegar, encontró al Tata en su taburete de siempre, con su mate recién preparado. Los años encima le eran notorios, pero además, el cuerpo carecía de la fortaleza y vigor con el que lo recordaba, resultado de la enfermedad. Se acercó, lo abrazó y le dio el frasco con el mejunje de yuyos a la mama. Se moría de ganas de contarle sobre el viaje, la Meica y la historia de la serpiente y del león, pero se sentó como antes lo hacía en el piso, a la orilla del fogón blanco y dispuesto a escuchar al Tata. Todavía no era su turno.

Mauricio Abal

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